Tomás Hernández Castilla, gran poeta, gran amigo, gran persona, me llama por teléfono. Tomás me llama cada cierto tiempo. Suele hacerlo desde la cárcel de Topas, en Salamanca, desde su puesto de funcionario de prisiones a punto de jubilarse. Odia las cárceles y todo cuanto representan. Está asqueado de cuanto ha visto. Me habla de su Cuaderno de apuntes y meditaciones, a un paso de entrar en la imprenta, y que yo devoraré en cuanto salga a la luz. Cuando le hablo de las traiciones que he soportado en los últimos tiempos me dice: “Eso está bien. Está bien que te ocurra. A mí también me ha pasado. Nos sirve para saber que estamos solos”.
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