domingo, septiembre 02, 2007

Arena de Santander

Durante nuestro segundo día en Cantabria tampoco pudimos bañarnos. Al abrir los postigos de la ventana de la habitación que me asignaron en la posada de Los Tojos vi un cielo negro, muy surtido de nubarrones. La lluvia azotaba el balcón. Al bajar a desayunar me encontré con Félix, el gato de la casa. Estaba echado en un sofá, con los ojos semicerrados, listo para un sueñecito. Pude acariciarlo, pero cuando intentaba hacerle unas fotos se largó a la calle. Salimos del pueblo a las once de la mañana. Tardaríamos unas doce horas en volver. Aquel día tocaba Santander.
Conocí Santander hace unos años, y supongo que después de aquella visita escribí algún artículo, pero no lo recuerdo con exactitud. En este viaje no merodeamos mucho por la ciudad de Luis López, fotógrafo, santanderino de nacimiento y zamorano de adopción. Estuvimos siempre cerca de las playas y del puerto, porque teníamos ansia de ver el mar, y de sumergirnos en sus aguas, y de pasear por la playa con los pies descalzos. Después de una caminata con las botas puestas bajamos hasta la arena. Sólo había un valiente bañándose, o quizá fuesen dos. Salvo esas personas, la playa estaba desierta. Hay que pisar la arena con los pies descalzos, como digo, porque es la única manera de liberarse por completo del yugo del calzado, de sentir la humedad y el frescor del mar. Paseamos por la playa así, ataviados de chaquetas y de jerseys para combatir el frío, pero con los pies al aire, que a veces metíamos en el agua para refrescarlos y que corriera la circulación. Comimos en un restaurante en el que pedí, de primer plato, una crema de marisco que no se la saltaría un gitano. Después de comer subimos hasta el Palacio de la Magdalena, que ofrece buenas vistas, y donde se celebran todos los veranos los cursos de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Era uno de mis recuerdos: el paisaje desde allá arriba. Cerca de los jardines pasaban, de vez en cuando, parejas de policías a caballo. A mí me parece mucho más digno un policía subido en un caballo que, por ejemplo, en una bicicleta, como he visto no sé dónde. Me gusta la bicicleta, pero no me parece el vehículo ideal para los agentes. También pasamos por el pequeño zoo que hay en el Parque de la Magdalena, donde tienen y retienen patos, cisnes, focas, pingüinos y leones marinos. Las focas y los leones se limitaban a dormir, despanzurrados en la sombra. Alguno de ellos se puso a nadar, pero en general ni se movían. Una foca, tumbada en la arena, miraba con una especie de curiosidad rutinaria a quienes la observábamos desde arriba. Los pingüinos me encantan. Según rezaba el cartel, había varias clases de pingüinos. Parecían niños de etiqueta, vestidos con un frac para hacer la primera comunión. Pero, en cualquier caso, niños simpáticos. Los pingüinos aparecen ahora en casi todas las películas de dibujos animados.
Al lado, en la Playa del Camello, está la estatua del Niño del Tridente. Creo que se llama así. Se recorta sobre un peñasco cuya cima está rodeada de vegetación. Si no es de ese modo y equivoco los nombres, ya vendrá alguien a corregirme. Le hicimos unas cuantas fotografías al Niño del Tridente. Al ampliarlas y observar los detalles, la estatua da repeluzno, como si hubiera salido de un filme de horror. Le faltan los brazos y se le nota el cuerpo erosionado. De regreso a Los Tojos nos tocó padecer un temporal insoportable. Lluvia, relámpagos, niebla, viento. En la ascensión por las curvas tan cerradas entre Correpoco y Los Tojos se me hizo un nudo en la garganta. Fue un alivio, después de atravesar tramos en los que sólo se veían las señales luminosas de los quitamiedos del arcén, divisar las primeras luces del pueblo.