Al día siguiente era fiesta en Madrid. Estábamos cenando en casa de unos amigos y yo tuve la intención de marcharme antes de la una y media de la madrugada, que es cuando cierran el metro. Quería irme a la una por un único motivo: estaba muy lejos de mi barrio y prefería cubrir esa distancia metido en los vagones. Cuando no me da tiempo a coger el metro y estoy en esa zona lejana el retorno a casa es una lata: incluye un autobús que me deja en Cibeles y un taxi hasta casa, o en su defecto una caminata de media hora. Al final me convencieron para quedarme un rato más, charlando entre amigos, contando las viejas anécdotas de la adolescencia, que siempre dan mucho juego en las veladas.
Sin enterarnos, sentados alrededor de una mesa, se nos pasaron las horas. Cuando quisimos darnos cuenta y mirar el reloj eran las seis y media de la madrugada. Abren el metro a las seis, así que al final me fui en el transporte que quería, sólo que cinco horas más tarde. Para llegar a casa, además, tenía que hacer un trasbordo. Total: alrededor de sesenta minutos para entrar en la cama. Si uno se acaba de levantar a esa hora, lo cual es frecuente entre los trabajadores de Madrid, y se mete en el metro, todo parece real, aunque las calles aún no estén puestas. Por el contrario, el mundo se le antoja a uno irreal cuando principia el alba y estamos en un vagón, en un trayecto largo, y todavía no se ha ido uno a dormir. Recuerdo mi primer año de universidad: algunas mañanas subía al autobús cuando aún era de noche y me tocaba ir desde Zamora a Salamanca. No había sensación irreal porque estaba recién levantado. La hubo, por ejemplo, un año en el que nos disfrazamos en el carnaval de La Bañeza y volvimos a las siete de la mañana, o por ahí, en bus, sin habernos acostado y aún embutidos en los disfraces de Tercios de Flandes. Aquello parecía un sueño. La diferencia está entre la frescura de quien se acaba de levantar de la cama y está despejado y el agotamiento de quien lleva demasiadas horas sin pegar ojo y se le nubla la vista y empieza a ser incapaz de distinguir entre lo real y lo onírico.
En el vagón de regreso había pocos pasajeros. Se notaba que ese día era festivo, y que sólo unos cuantos pringaban en el trabajo. De reojo observé a los otros viajeros. Era gente que se acababa de levantar, con los ojos pesados por las legañas recientes, que aprovechaba a echar una cabezada rápida entre su punto de partida y su punto de llegada. Algunos de ellos también me miraron a mí, como estudiándome, y supe que ellos sabían que yo era un fulano que aún no había dormido. El traqueteo del tren, la atmósfera de sopor que me envolvía, el cansancio creciente, el silencio de quienes se sentaban juntos sin cruzar una palabra, la certeza de que en el exterior estaba amaneciendo, me empujaban a considerar el conjunto igual que si fuese una película. Una de esas de terror japonés, en las que la irrealidad confluye en una única imagen que sólo ve la protagonista: el contorno de un fantasma reflejado en el cristal, como sucede en “The eye”. Antes de salir del metro, ya tenía la sospecha del cansancio que iba a sufrir durante el día entero, durmiese o no. Creí que había dejado atrás esa época, la de acostarme al alba, costumbre de tantos fines de semana de mi vida en Zamora, y he aquí que no la he abandonado. El cielo de Madrid, que tanta literatura inspira, nos recibió azul y espeso cuando salimos de la boca del metro y miramos hacia arriba. Si amanece y uno no se ha acostado aún, el mundo adquiere otros contornos. Parece un sueño. Y acaba cuando uno se duerme de verdad.