Tras concluir mis quehaceres literarios de la mañana, leo las noticias locales y entro en el mediodía con un cabreo. Según la cabecera de este periódico en su edición de ayer, martes: “Investigan tres denuncias por violación en los dos últimos meses en la zona de Tres Cruces”. La furia matutina, es obvio, deriva de mi aversión profunda a esta clase de agresiones y abusos sexuales. Es un tema que siempre me ha sacado de mis casillas. Y no es nuevo en mi ciudad, lamentablemente. Las hijas o las hermanas o las novias o las mujeres de cada cual pueden salir perjudicadas tras el encontronazo con uno de estos depredadores, que por regla general no sólo están salidos, sino también suelen ser machistas y violentos y están reprimidos. Estos ataques, que se producen con cierta regularidad en Zamora, no suelen salir en la prensa. Por fortuna, ayer la noticia encabezaba la sección de local. Y creo que no suelen salir en la prensa porque la sensación de vergüenza de quienes sufren esos abusos o intentos de abuso confluye en el silencio y en el secreto profesional de quienes atienden estos casos.
En cierta ocasión hablé en este espacio de ello: gente que a uno le cuenta agresiones, un amigo de una amiga, un colega que conoció a una chica, un familiar a quien le dijeron algo. No son rumores. Incluso conozco chicas de la ciudad que han estado a punto de sufrir el zarpazo de estos fulanos, y hablo de antaño, cuando yo vivía allí. Tipejos o tiparracos que aparecen, de pronto, surgidos de la nada, a veces emboscados entre la niebla propia del invierno, y que a las tantas de la mañana piden fuego y, si la chica es de natural desconfiada y no hace caso, no dudan en seguirla, hasta que logra ponerse a salvo dentro del portal antes de que el extraño se cuele.
Según contaban en este diario, la última muchacha, agredida en la madrugada del sábado al domingo pasado, describió al fulano: unos veinticinco años, moreno y extranjero. Se sospecha que pueda ser el responsable de las tres agresiones. Ronda, dicen, por las Tres Cruces, zona que a la luz del día está repleta de gente y de coches y en la que se notan el ajetreo y el tráfico, pero que de madrugada suele ser un desierto. Lo sé porque durante unos años la estuve recorriendo en las madrugadas del fin de semana, de regreso a casa. Cuando, en vez de caminar por la avenida de las Tres Cruces, atajaba por las calles adyacentes, sólo se oía el eco de mis pisadas. Un territorio propicio para depredadores. Lee uno estas cosas y siente furia. Una furia que no desembocaría en palabras, sino en retorcerle un poco el cuello al culpable, lo justo para que se le quitaran las ganas de andar violando a mujeres. Para colmo, por la zona de las Tres Cruces viven algunas de mis amigas y conocidas. La policía ha recomendado que las chicas de esa zona no vayan solas a casa a altas horas. Cuando vivía en Zamora, a veces discutí con amigas para que no se fueran solas a casa. Coge un taxi, llévate a un amigo de confianza, vete a tu barrio sólo cuando se vayan otras chicas. Pero no te adentres en las calles de madrugada, con niebla y sin compañía. El problema es que las mujeres jóvenes suelen reírse de estos consejos, se lo toman a chacota, o piensan que ellas jamás se toparán con un psicópata, porque creen que eso sólo sale en las películas, en los telefilmes de Antena Tres y en las noticias sobre los suburbios de las ciudades americanas. El problema no está sólo en las Tres Cruces: está en los bosques, en los parques, en las orillas del río, en cualquier callejón oscuro y solitario. También piensan, cuando uno suelta estos consejos nada gratuitos, que uno está carca, anticuado. Lástima que la realidad me dé la razón.