Me acerqué hasta el Retiro para curiosear por la Feria del Libro, que no visitaba desde hacía un par de años. Existen dos formas de merodear por allí: viendo libros o viendo famosos. Si uno quiere ver libros es conveniente acudir en día laborable. Si uno quiere ver famosos es imprescindible acudir en fin de semana. Resulta difícil compaginar ambas tareas: si la vista se mantiene ocupada en los muestrarios de las casetas no percibe a las celebridades que pasan por detrás, en dirección a los pabellones de actos, o buscando el escaparate donde les toca firmar. Y viceversa. En uno u otro caso, la vista se le trastorna a uno, los ojos se le secan, sale del Retiro con una sobredosis de información, de títulos, de nombres y apellidos, de pseudónimos, de letras, de colores. Fui en día de diario, pero hubiera preferido que fuese sábado o domingo. Iba con poco dinero y, con telarañas en los bolsillos, es preferible dedicarse a observar el panorama y el modo en que se aburren los escritores en las casetas, sometidos a los equívocos, las confusiones y el calor de fragua.
En esta Feria se topa uno con múltiples personajes y presencia jugosas escenas que motivan su perplejidad o su risa. Una señora, en una caseta, levantó un ejemplar de “Brooklyn Follies” y le preguntó al librero: “Oiga, ¿éste qué tal está?” Yo le hubiera respondido: “¿Qué quiere que le diga? Su autor acaba de obtener el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, así que no debe ser malo”. El hombre, que pudo contarle aquello o espetarle una respuesta corta, en cambio, se aturulló: “Pues ese está muy bien. Es de un hombre que va a Nueva York y… allí, bueno, en principio va a morir, pero, pero luego no y… Es muy bueno, es un libro muy bueno”. Ignoro las razones, pero unos pocos lectores necesitan que el librero actúe de mercader, que ofrezca a la señora el libro con el mismo entusiasmo del gitano que despacha bragas y calcetines en los mercadillos, que le ensalce las virtudes del libro y la convenza de comprar lo que ha tomado en sus manos aunque ni el librero esté convencido de ello. Esos lectores olvidan que no se está vendiendo ropa interior, sino literatura. Y el comercio es otro.
Existen cientos de equívocos y confusiones cuando uno está dentro de la caseta, a verlas venir. Pueden confundirte con el librero, con otro escritor, con el chico de los recados, con el conserje de información, con la señora de la limpieza. A veces un curioso se detiene ante un libro, lo mira, lo levanta, lo sopesa, lo estudia con detenimiento, lo hojea, se lee unos párrafos, y luego pregunta, con el aire sospechoso de quien jamás ha comprado una novela: “Oiga, ¿y este qué cuesta?” Uno le responde: “Me dice, aquí el librero, que vale diez euros”. El librero añadirá: “Pero, con el descuento, le sale más barato”. Entonces el curioso suelta con rapidez el ejemplar, como si quemara, y se aleja diciendo: “Uy, qué caro”. En las ferias librescas, anécdotas de ese estilo constituyen la materia prima del escritor para crear personajes raros y la materia prima del librero para cambiar sus hábitos de venta. Por el Retiro, en estos días, encontramos chavales que venden su libro autoeditado, sin ayudas ni casetas, solos en mitad del paseo, con los ejemplares en una bolsa de lona junto a sus pies; falsos profetas de barba blanca y melena lacia que proclaman el amor libre; asaltantes que te endosan publicidad ajena a la literatura; artistas y trovadores callejeros; poetas muy hábiles en meterte su libro entre los dedos para luego reclamar la voluntad; mirones que van sólo a recopilar folletos gratuitos, pegatinas y postales. En todos los casos uno disfruta lo suficiente para regresar en cuanto puede.