lunes, junio 05, 2006

Espectáculos y educación (La Opinión)

En la escuela deberían impartir una asignatura de educación y comportamiento en los espectáculos y en todos aquellos actos públicos donde se requiera silencio o, cuando menos, no comportarse como un gorrino. Todas las semanas procuro acudir a algún entretenimiento cultural: al cine, o al teatro, o a un directo. Muy de vez en cuando también asisto a la presentación de un libro. Sea aquí (Madrid), o allá (Zamora), estoy versado en participar en esa clase de espectáculos. Y lo que he visto y voy recogiendo, anotando en la memoria, es variado e insólito y daría para un ensayo sobre la condición humana, la educación de los hombres y su actitud en las exhibiciones públicas. La educación, en la gran mayoría de los casos, anda por los suelos, más abajo del talón, por debajo incluso de las suelas de los zapatos. Y ya no digamos el buen gusto y el saber estar. Sirvan, a la manera de ejemplos, los comportamientos de la plebe que, en lo sucesivo, anoto.
Un día, asistiendo a un directo de rock, el fulano botarate que teníamos delante se sacó la manguera para aliviarse la vejiga de orines. Meó allí en medio, y la chica que estaba cerca de él (y que lo advirtió tarde, cuando él se enfundaba el caño) se puso a reprenderlo aunque el mal ya estaba hecho. Yo lo supe por aquel amago de reprimenda, y luego por la constatación del charco, dado que, a simple vista y tras la lectura del cogote del idiota en cuestión, no pude deducir ni imaginar nada. Una tarde, hace años, en la presentación del libro de cuentos de una amiga, trance en el que yo hacía el papel de presentador torpe, observé que, de la escasa docena de oyentes sentados en el Salón de Actos de la Biblioteca Pública de Zamora, había uno sobando a pierna suelta. Era un hombre entrado en años, solitario y somnoliento, con aspecto de meterse en las lecturas poéticas y en las presentaciones literarias para resguardarse del frío o del calor, según la estación, y echar un sueñecito. El hombre dormía con el mentón levantado hacia el techo, abriendo la boca como la abre Otilio en los tebeos en los que se queda dormido junto al bocata de garbanzos. Y no digo ya las representaciones teatrales de entrada gratuita. Aquello es la repanocha: ancianos que llegan con la obra empezada y se salen media hora antes de bajar el telón; sordos que le preguntan a la mujer, en voz alta, qué acaba de decir el protagonista; familias con bolsas de plástico de las que extraen el bocadillo y la merienda del niño; individuos corajudos que gritan a los actores, a pleno pulmón: “¡Por aquí no se le oye!”; timbrazos de móviles que suenan en mitad de un monólogo y, para colmo, sus dueños tardan en coger; alarmas de reloj que anuncian el transcurso de una hora de representación; jubilados que se chocan con la silla de madera de los palcos, o que las arrastran por el suelo sin importarles su inoportuno ruido.
Recientemente estaba en el teatro y, a mi lado, una pareja había llegado con botellas de agua para refrescarse y las bolsas de El Corte Inglés, con la compra y el avituallamiento. No es raro, en la penumbra de los cines, que suene un móvil y el culpable responda a la llamada y se ponga a hablar y profiera frases del pelo de: “Nada, aquí estoy, en el cine, viendo una película”. A su alrededor el público se indigna y lo maldice, pero ninguno le damos un tortazo. O esas réplicas de Homer Simpson que, en los locales modernos de Madrid, entran a la sala con los brazos surtidos de humeantes perritos calientes, barcazas que contienen nachos con queso, trozos de pizza y bocatas de chorizo. Son demasiados casos y mi confianza en el ser humano y en su educación se agota. Por eso insisto en que, en casa y en el colegio, los eduquen.