El Palacio de Deportes de la Comunidad de Madrid volvió a llenarse con el directo de Red Hot Chili Peppers, el viernes pasado. Dicen que éramos casi dieciocho mil personas. La banda venía a presentar su nuevo álbum, “Stadium Arcadium”, un trabajo doble que agrupa veintiocho canciones, entre las que destaca, sobre todo, la ya célebre “Dani California”. Me parece un gran disco aunque, como me comentaba un amigo, son demasiados temas nuevos para un grupo, demasiada música e información de golpe. Algo que también podría sucederle a Guns N’ Roses cuando, algún año de estos, aparezca su disco “Chinese Democracy”, que, en principio contará con treinta y dos temas.
De telonero actuaba un rapero inglés, espectáculo que por supuesto me ahorré. No me sonaba el nombre del individuo y tampoco tenía ganas de escuchar rap. El concierto estaba previsto para las diez de la noche y la banda, salvo el cantante, irrumpió sobre el escenario a las diez y pico. Primero aparecieron el guitarrista John Frusciante (quien luego se marcó en solitario una estupenda versión del clásico de los Bee Gees “How Deep Is Your Love”), el bajista Flea y el batería Chad Smith. Un poco más tarde, y cuando el trío había calentado al público, salió el cantante Anthony Kiedis. Iba de negro, con el pelo suelto y una corbata a rayas, roja y negra, o sea, como se le ve al final del videoclip de “Dani California”. Tuvo la amabilidad de hablar algunas veces en español, lo cual los espectadores agradecieron. En cuanto los cuatro están juntos sobre el escenario uno constata varias de sus sospechas: su energía como músicos; el ritmo febril de sus canciones, que harían bailar a un cadáver; su talento y su brío para el directo; su buen humor y su chifladura, y basta ver su último vídeo musical para comprobarlo o la manera en que, en sus actuaciones, acaban todos medio desnudos. No obstante, el sonido del equipo no fue perfecto, aunque lo fuesen las canciones: distorsionó en los primeros temas y el estadio retumbaba demasiado.
Disfruté, más o menos, de medio espectáculo. Porque luego el público, ya más bebido y fumado, se alborotó en saltos y bailes que a uno le impedían discernir el escenario. En el momento en que, desde todas partes, le empieza a caer a uno gente encima es cuando se arrepiente de no haber comprado una entrada para las gradas, donde hubiera estado a salvo de empujones, codazos, salpicaduras de alcohol y pisotones. Gente, además, que suele apestar a sobaco, a cerveza y a porro. A pesar de las pantallas donde podía verse a Kiedis y al resto de los miembros de la banda, ya digo que no me enteré de mucho. Para colmo algunos fulanos suelen despojarse de la camiseta en cuanto lo hace el cantante. Pero el vocalista luce un cuerpo fibroso para la ocasión, y la mayoría de tiparracos que se desnudan entre el público no está para enseñar nada. Llegué a ver a un impresentable con el torso al aire al que uno de sus amigos, de vez en cuando, le arrojaba cerveza a la espalda, como broma de mal gusto. Pero continuemos con la banda. Red Hot Chili Peppers, insisto, supone una inyección de adrenalina: auténtica energía rockera. Lástima que el broche no estuviese a la altura: Flea y Frusciante habían ofrecido impresionantes solos de bajo y guitarra, como para quitarse el sombrero, pero tras los bises se les ocurrió hacer un duelo de distorsiones. Pensábamos que, después de aquellas distorsiones inaguantables, romperían con otro tema. Creíamos que era la introducción a una sorpresa. Pero no. Terminaron de menear las cuerdas, saludaron al público y se fueron.