Uno o dos meses atrás oí un jaleo de sirenas bajo el balcón. Me asomé a ver qué ocurría: si se trataba de una redada o si había disturbios callejeros o si principiaba una persecución. Los policías salieron ordenadamente de sus coches y bajaron con cuidado de sus motocicletas y se acercaron a la puerta de madera del edificio de enfrente. El primero de ellos pulsó el timbre y dijo: “Abra, es la policía”, o algo por el estilo. Cuando accionaron, desde algún piso, el botón del portero automático, el policía joven que abría la comitiva empujó la puerta y se metieron dentro. Empecé a contarlos: uno, dos, tres, cuatro, cinco… Debieron pasar al interior del portal unos diez o doce agentes. Aquello parecía una escena de “La vida de Brian”, cuando los legionarios romanos entran en formación a una casa, para efectuar un registro, y salen sólo con una cuchara de madera. Diez o doce, o más, no sé, perdí la cuenta.
Durante unos minutos estuve aguardando a ver qué ocurría. Cuando me cansé (mis marujeos vecinales duran poco, salvo que corra la sangre abajo), volví al ordenador a manejar el teclado. Mientras concentraba la vista en el monitor del pc, destinaba el oído a lo que sucediese fuera, en la calle, o dentro, en el interior del otro edificio. Antes de eso me dio por pasar lista, mentalmente, a los inquilinos de aquella casa. No podía ser que el cantautor tuviese problemas. Tampoco los árabes prisioneros, que nunca rompen un plato, salvo que sea delito que los críos se pasen el día entero en la ventana, dando gritos. Ni los hindúes, que poco hacen, excepto ver un televisor viejo, asomarse al balcón y charlar por el móvil. Así, fui descartando a unos cuantos inquilinos. Suponía que, en breve, iba a salir la manada de policías con algún fulano, las manos esposadas a la espalda y jurando en latín y en arameo y en lo que supiera. Pero no. Cuando se oyó la puerta de madera que da a la calle y me asomé de nuevo, los agentes salían en orden, como habían entrado, como si no hubiera ocurrido nada. Supuse que alguien habría hecho una llamada a comisaría, efectuado una denuncia por ruidos (aunque no parece, no es, un edificio ruidoso ni problemático), algo por el estilo. Lo cierto es que la misión de los agentes parecía consistir en llamar al orden, comprobar rutinariamente que todo estaba bien. Cuando se fueron continué instalado en la duda, porque uno debe saber si su vecino es un psicópata o sólo un desempleado al que le gusta el bricolaje.
Han transcurrido dos meses. Y la otra tarde oímos algo en la ventana de enfrente que me empujó a sumar dos y dos. Salieron de allí los alaridos y las quejas de una mujer. Le gritaba a alguien que la dejase y no era difícil adivinar, descifrando los sonidos y su intensidad y su desesperación, el desarrollo de una pelea doméstica, de algún caso de malos tratos. Bastó con sumar dos y dos. Porque todo efecto (la inspección policial) ha tenido antes su causa (los gritos que quizá aquella otra vez no oí, alguna pelea conyugal, algún maltrato). Con timidez salí al balcón. Varios vecinos, asustados, se asomaban desde sus casas, desde esos balcones que son las tribunas desde las que miramos la vida ajena y sus circunstancias sin intervenir, como ante una obra de teatro en la que evitamos participar e inmiscuirnos. Los vecinos miraban hacia la ventana de la que salían los espeluznantes gritos de mujer. Si eso ocurre, sólo hay un motivo: un fulano abusando de su fuerza. En esos momentos uno desearía entrar a saco en el cuarto donde eso sucede y partirle los morros al maltratador. Pero es una situación de impotencia, aunque uno avise a la poli. Probablemente le pregunten a ella si quiere denunciarlo. Y el desenlace estará en sus manos, no en las nuestras.