Uno de los días de este puente pasado estuve en Toledo. Sólo se tarda, desde Madrid y en coche, unos cuarenta minutos. No pisaba aquellas calles desde la época del Instituto Claudio Moyano de Zamora, cuando el profesor Juan Carlos Alba nos llevó allí de excursión. Aquella vez entramos en La Catedral, vimos “El entierro del Conde Orgaz”, aprendimos un poco de historia y nos metieron en diversos edificios e iglesias. Sin embargo, lo que más recuerdo es La Catedral y aquella pintura del Greco. Toledo, este fin de semana, estaba hasta los topes de turistas y de excursiones de jubilados con guía. No es ciudad, desde luego, de cuyo patrimonio pueda gozarse en una tarde. Hay demasiado que ver: iglesias, museos, mezquitas, baños árabes, sinagogas, conventos, ermitas, miradores, palacios, el río, el alcázar.
Pero a veces, no obstante, uno se va satisfecho de las ciudades si ha transitado sus calles antiguas y sus callejones repletos de recovecos, y leído los pintorescos nombres de los mismos. También tenía fresca en la memoria las cuestas, las empinadas cuestas del casco histórico y sus huellas visigóticas, romanas, cristianas, judías, árabes. Las cuestas que le dejan a uno, tras caminatas de varias horas, con los riñones tundidos y los pies muy recalentados. Las callejuelas angostas y empinadas suponen un bálsamo para la vista. A uno le entran ganas de recorrerlas de noche y embozado en una capa, y acaso con una espada colgada del cinto y tintineando en su vaina. Quiere decirse que rincones de este estilo, y de esta fuerza arquitectónica y estética, le dan ganas a cualquiera de retroceder unos siglos, de poblarlas tal y como eran. Uno de los problemas de viajar hasta Toledo y pasar allí el día es la dificultad de encontrar sitio para comer, salvo que uno quiera tirar de hamburguesa o de un bocadillo famélico de tasca. Los restaurantes están siempre llenos, con los turistas haciendo cola a la puerta para preguntarle a un camarero si hay sitio para que almuerce la familia. Cuando se acercan las dos del mediodía todo el mundo recorre estas preciosas calles antiguas y registra los menús y los precios de las pizarras, sin guardar en la mochila o en el bolsillo el mapa, o la guía de la ciudad, o el libro para el viajero de la península ibérica. Nosotros logramos comer a las cuatro, previa reserva. En el equipaje de la memoria (nunca acarreo la cámara de fotos, básicamente porque carezco de cámara de fotos) me traje algunas estampas que me alimentaron la vista: las reproducciones de mazapán de algunos monumentos emblemáticos, los dulces elaborados por las monjas, el claustro y las gárgolas y los jardines con naranjos del Monasterio San Juan de los Reyes, las esculturas de santos, el exterior de La Catedral (estaba cerrada cuando llegamos).
Pero me agobió el exceso de tiendas de souvenirs. No dudo que es una importante fuente de ingresos para muchas ciudades, pero sus numerosas camisetas, que son las mismas en todas partes, sus ajorcas, postales, figuras de toros, llaveros y miniaturas suelen afear el paseo de un viajero por las calles de los cascos antiguos de lugares como Segovia, La Alberca o la misma Toledo. Están hechos estos comercios, principalmente, para los extranjeros, que se van tan contentos con una postal típica y una sudadera con la silueta de un toro impreso en el pecho. Nunca entro en ellas, y me parecen el colmo del mal gusto. Cosa bien distinta son las tiendas que almacenan la gastronomía típica de cada región. Por eso celebro que, en mis paseos por la parte antigua de Zamora, no existan esos locales atestados de camisetas y jarrones y platos con frases y bromas sobre el vino y sobre los jefes de las empresas.