En el mundo artístico hay pocas situaciones tan deprimentes como ir al teatro y que sólo haya unas cuantas filas ocupadas. Pero es deprimente no sólo porque el escaso público no pueda proporcionar mucho calor con sus aplausos, también y además porque uno se pone en el pellejo de los actores que salen al escenario a dar el callo y a jugarse la piel, el sudor y la reputación, y no le gusta. Los actores teatrales necesitan al público del mismo modo que un ser vivo requiere alimento para subsistir. En Madrid hay ahora, en cartel, dos obras del maestro Eugene O’Neill, Premio Nobel de Literatura: “Largo viaje hacia la noche” y “Deseo bajo los olmos”. Ésta última es la que fui a ver el fin de semana y no me resulta grato decir que, en función de tarde y en sábado, éramos un par de puñados los espectadores que poblábamos las primera filas.
“Deseo bajo los olmos” es uno de esos textos de O’Neill que analizan un entorno familiar y cerrado, casi claustrofóbico. La obra cuenta el vuelco que se registra en los habitantes de una casona apartada del mundo cuando el padre, un hombre viudo, despótico, irascible, de tortazo fácil, acostumbrado a trabajar la tierra, lleva al hogar a su nueva esposa, una hermosa joven por la que uno de los hijos se siente atraído. O’Neill explora el núcleo familiar, nos habla del deseo, de la tierra, del amor y del odio, de la propiedad y la lucha por ella, de impulsos basados en la mitología griega. Ninguno de los personajes tiene nombre, ni conocemos su situación geográfica. Sólo que están en una vieja casa, ubicada en medio de los campos, desde cuyas ventanas pueden admirarse los olmos y los crepúsculos. Curiosamente, el día antes de estrenarse “Deseo…” me acababa de leer un libro que aglutina dos obras de O’Neill: “Aquí está el vendedor de hielo” y “Hughie”, ambas repletas de acotaciones y acompañadas de un estupendo estudio y traducción de Ana Antón-Pacheco. Es una lástima que apenas se encuentren en España más de dos o tres libretos del autor, cuando estamos ante un dramaturgo genial, que supo crear curiosidad y expectativa en las primeras líneas de diálogo.
En los papeles de los hijos del patriarca están Juanma Navas, Xavier Olza y Javier Collado, éste último dando rostro al muchacho obsesionado con su madre muerta y con la madrastra voluptuosa que irrumpe en la crispada vida hogareña. Joan Llaneras es un violinista ciego y con harapos que aparece entre las sombras. Supone una gozada verlo deslizarse por el escenario con su fisonomía e indumentaria (barba y melena gris, sombrero de copa, frac y pantalones andrajosos, guantes de dedos recortados, violín en mano), con movimientos sinuosos y frases que recuerdan a un Pepito Grillo de carne y hueso. El padre es un impresionante Manuel Tejada, quien a media obra rompe de un latigazo un cristal: no me pareció premeditado, sino fruto del impulso de su transformación. Observar a Tejada me hizo regresar a una época remota, cuando lo veía en series de televisión y en algunas comedias y películas del destape español. En los últimos tiempos, para el cine sólo lo han recuperado Álex de la Iglesia en “La comunidad” y José Luis Garci en “Tiovivo c. 1950”. Y luego tenemos, en el papel de esposa recién llegada a la casa, a la asturiana Beatriz Rico, de quien en mi adolescencia anduve medio enamoriscado. Para mí realiza en esta obra una gran interpretación, pues para este papel ha sabido reunir todas las cualidades que enriquecen a su jugoso personaje: ambición, perfidia, belleza, seducción, instinto maternal, etcétera. Cuando aparece en escena la temperatura aumenta de golpe.