Un chico murió apuñalado en el barrio donde vivo. Como he estado algunos días de aquí para allá apenas he puesto el pie en el piso, salvo para dormir. Eso me ha librado de intuir la que se debió preparar hace unos días. Acuchillaron, dos calles más allá del edificio donde habito, a un muchacho ecuatoriano. Lo descubro tarde, cuando incluso la policía ha capturado a los sospechosos. Leo algunas noticias acerca del asunto. Parece que fue una pelea entre bandas, como las que he presenciado de vez en cuando (pero ya he visto por aquí reyertas de bandas y reyertas de quienes no pertenecen a ninguna banda). Cuatro puñaladas en el abdomen, el tórax y el brazo izquierdo.
Las informaciones son escasas y un poco confusas. Primero dicen que ocurrió cerca de la estación de Atocha, pero entre la calle donde sucedió y la estación de Atocha hay un tramo, a pie, de unos diez o quince minutos. Son escasas porque, ya lo apunté alguna vez, de este barrio de Lavapiés sólo informan cuando algún mandamás viene a inaugurar las reaperturas del metro o del teatro. Aquí hay mucha miga, pero tal vez no interesa que se conozcan tantas barbaridades, tantas golferías y tantas broncas y miserias. Era cuestión de tiempo que algún individuo cayera en combate, en las batallas que por aquí se celebran. Durante el año que llevo en el barrio he visto al personal tirar de puños, de botellas, de palos, de machetes, de lo que sea que tengan a mano o bajo el sobaco o escondido en el abrigo. El mismo día, a otra hora, dieron de navajazos a otro chico ecuatoriano, en una zona de bares de copas del centro de Madrid. Se cree que, detrás de ambos crímenes, hay bandas latinas. No me sorprendería. El otro día leí que, en algunas tiendas de los chinos o de los hindúes, los camellos marroquíes entran como Pedro por su casa, toman cuanto se les antoja y dicen al tendero de turno que se lo apunten, que se lo fíen, que ya les pagarán. Por supuesto, no lo hacen. Y los dueños saben que llamar a la policía no solucionará las cosas. Los agentes pueden presentarse allí y los chavales darse a la fuga, pero al cabo de unas horas, y cuando los policías desaparezcan, regresarán a merodear por la puerta de esas tiendas, igual que las cucarachas de los sótanos huyen cuando uno enciende la luz y vuelven cuando reina de nuevo la oscuridad. A mí me agobia bastante intentar meterme en una tienda regentada por una china que curra doce horas, para comprar algún artículo de urgencia, y que la puerta se vea asediada de cinco o seis o siete camellos que han aprendido a ofrecer costo y cocaína en español. Algunos incluso tratan de interponerse entre uno y el local para asegurarse de que los vemos y de que hemos entendido su oferta.
Conozco de sobra la calle donde apuñalaron a ese muchacho, que dista un minuto de mi portal. Es otro mundo. Es raro ver una cara blanca o pálida. Todo son comercios de árabes, tiendas de chinos, bazares de aspecto hortera y sucio, locales que venden al por mayor, fulanos que se pasan la vida apostados en las esquinas, cuchitriles baratos donde se hacinan los inquilinos. En esa calle, hace años, hubo una especie de centro social llamado El Laboratorio, una antigua imprenta donde vivió un centenar de okupas hasta que la policía, en un gran despliegue, los desalojó. Entonces la calle se hizo popular por el movimiento social de los okupas y las manifestaciones que siguieron al desalojo. Fue en dicha vía, la calle del Amparo (aún no había consignado su nombre), donde comenzó el mercado mayorista, y luego, con el tiempo, se fue ramificando por los alrededores, como una sarna imparable. Sólo en esa calle, donde apuñalaron a un chico, habrá más de cien locales de venta al por mayor.