Una lectora compulsiva, joven y amable, me adjunta en un correo electrónico la fotografía digital de un paisaje zamorano. Al parecer, leyó lo que yo había escrito hace poco en estas páginas, es decir, que me gusta topar con imágenes de la ciudad cuando navego por la red; esta manía o costumbre, además, supongo que atañe también a otras personas que viven fuera de la provincia. Abro el archivo adjunto y la imagen me gusta, me atrae, me serena. Pero además, para mí, posee doble significado.
El primer significado, el más antiguo, es que se trata de uno de mis parajes preferidos, de una de las orillas del río, el Duero que algunos, ahora, descubren en los simposios y homenajes. Es una fotografía que parece un cuadro, o una pintura convertida en imagen. Se discierne un trozo de la parte inferior del muro de piedra que separa la ribera del asfalto y las aceras, y, junto a él, el jardín pelado que acompaña al sendero de tierra por el que la gente pasea y los deportistas echan sus carreras. En primer plano se erige un arbolillo sin hojas, con las ramas negras apuntando al cielo y al agua, como una cabellera erizada y tenebrosa, algo gótica, y a la que le falta el aderezo de un cuervo posado en una de sus ramas; el arbolillo, pues, le insufla a la estampa un aire sombrío y siniestro, pero en cualquier caso rompedor y admirable. Entre el ramaje agarrotado se vislumbran, a lo lejos, el casco antiguo y La Catedral. Pero también se ve el cielo, muy azul y asperjado de unas cuantas nubes, y el río y la vegetación reseca de la otra orilla. Las aguas reflejan el cielo y sobre su lecho se recortan, además, las siluetas de los árboles. Al fondo, bajo los contornos de La Catedral y sus aledaños, se levanta férreo y frágil (sí, férreo y frágil, he dicho: igual que lo son los ancianos) el Puente de Piedra. Significa este paraje, pues, largas tardes de caminata y reflexión, de echarle los ojos encima a la espuma del río y de oír el menudeo de los patos.
Vayamos con el segundo significado. Quizá la lectora no sabe que justo allí, en torno a ese arbolito que despunta al principio de la imagen, hace años enterré a uno de mis gatos, un felino que vivía en los tejados y el patio de la casa de mis abuelos, y que acostumbraba a salir a la calle a golfear, a perseguir roedores por el río y a intentar montárselo con las gatas. Un coche o unos gamberros con petardos, que esto nunca se ha aclarado, le dieron puntilla. Así que fui y lo enterré junto al muro de piedra, por darle sepultura como Dios manda y rendir homenaje a su nombre, a su compañía y a su libertad. Los hombres y los animales debieran ser enterrados allá donde se sintieron libres. Aunque, bien pensado, sería un jaleo: a algunos se les antojaría ser sepultados bajo las iglesias donde se casaron y, a otros, bajo los juzgados donde se divorciaron, e incluso algunos pedirían que los metieran bajo las baldosas de un club de alterne, y entonces tendríamos un jaleo de tumbas y de malos olores. Sería un disparate. No obstante, las mascotas son pequeñas y aquí no disponen de un cementerio de animales, como en la novela del mismo título. Así que un perro, un gato, un canario, etcétera, no es malo llevarlos, cuando dan su último suspiro, a las orillas de los ríos, a los valles o a los bosques. Allá cada cual con sus caprichos, sus manías y sus voluntades, pero siempre me desagradó eso de pasar años acompañado de un animal y luego, cuando sucumbe, arrojarlo al retrete, al cubo de la basura o a un descampado lleno de ratas, como quien tira un pañuelo sucio, una lata de conservas vacía o la cola de la merluza que ha cenado. En todo caso, y para terminar esta disertación, agradezco a la lectora el envío y vuelvo a mirar la foto, que embruja.