El domingo anterior el compañero Antonio Civantos escribía en su columna sobre Truman Capote y sobre cómo ha sido atrapado dicho autor, y a título póstumo, entre las fauces brutales de esos monstruos llamados comercio y publicidad. Entre otras verdades como puños, apuntó lo siguiente: “Millones de personas que jamás habían oído hablar de este escritor americano, súbitamente, como buitres hambrientos, se lanzan en picado y en tropel sobre su agitada vida de niño perdido. Más que buscadores nos hemos vuelto depredadores de cultura”. Señalaba, además, ese resurgimiento en forma de reediciones de sus libros, ese boom del momento. Durante el último mes he observado dicho fenómeno en las librerías, en la televisión, en los periódicos. Estoy de acuerdo con él, y con la certeza de que nos han brindado una película magnífica y una interpretación que resucita a Capote. Andaba dándole vueltas a la idea de escribir un artículo de contenido similar. Dado que Antonio se me ha adelantado con buen oficio intentaré, sin embargo, aportar alguna idea nueva al respecto.
La primera consecuencia del boom es que a Truman Capote, pérfido y seductor donde los haya, le han robado el rostro. En un literato, desde luego, son más importantes las palabras que la fisonomía. Pero uno se siente mancillado al ver ese rapto, o esa sustitución. La cara que vemos estos días no es la suya, sino la del sensacional actor Philip Seymour Hoffman, incluso cuando hablan de los textos del tipo que nos regaló “Música para camaleones”. Citaré ejemplos. A la publicación de su correspondencia (“Un placer fugaz”) y de su novela inédita (“Crucero de verano”), una editorial ha sumado la reedición de la biografía de Gerald Clarke. Pero en la portada de esta última no figura el careto subversivo de aquel genio a quien le entusiasmaba ser un encantador de oídos en los saraos literarios y en las fiestas de alto copete. Su semblante ha sido sustituido por el cartel del filme. Añagazas para vender más, ya saben. Pero sigamos. En el suplemento cultural de un diario analizaban la “fiebre Capote”. Le dedicaron al escritor la portada y varias páginas, ofreciendo a los lectores fragmentos de sus cartas y de esa novela que ahora sale a la luz. Apenas escribían de la película; acompañaron aquellas páginas con seis fotos, pero en ninguna de ellas estaba él. El reportaje era de literatura, pero en los retratos salía Hoffman. El colmo fue cuando se me ocurrió mirar en la web de la Fnac: a los autores más célebres o con más currículum les preparan una ficha en la que incluyen unos apuntes biográficos, una imagen del rostro y los títulos disponibles en el almacén. En lugar de una instantánea de Truman Capote hay una del actor que lo interpreta, P. S. Hoffman. Como si le hubieran hurtado la personalidad, y conducido de manera feroz hacia la maquinaria de los mercados, pero además arrebatado la cara, soliviantando su memoria. Sospecho que habrá gente que ni siquiera sepa cómo eran las facciones de aquel maestro de lengua viperina.
Por otra parte, hemos de admitir que a algunos, al menos a quienes conocíamos parte de su obra, esta “fiebre Capote” (que será pasajera para la mayoría) nos ha venido de perlas: por la doble oportunidad de ver una película que hace justicia a un escritor y de conseguir algunos libros descatalogados o difíciles de encontrar hasta ahora. Así, el otro día topé con el volumen de conversaciones íntimas entre él y Lawrence Groble, que nunca había visto en las librerías. Pienso que al viejo Truman le hubiera divertido mucho todo este festín comercial a costa de su nombre. Como dijo Cela: “Que hablen de uno, aunque sea bien”.