Tuve que hacer un recorrido algo largo en el metro. Como iba solo, y no siempre me divierte estudiar a la gente, cogí de casa un periódico para entretener la espera. Al entrar en el vagón vi que había varios asientos libres. No suelo ir sentado en mis viajes en metro, principalmente para permitir que ocupen la plaza las ancianas y las madres con coche de bebé. Pero esta vez era distinto: el trayecto me ocuparía veinte minutos o una media hora, y ya digo que sobraban sitios libres, por lo que me senté. Fui pasando las páginas del diario. El vagón estaba medio lleno (otros dirían medio vacío), y pronto se completaron todas las localidades: no hubo butaca sin culo encima.
A mitad de etapa empecé a oír un ruido extraño y fluvial, como si alguien estuviera regando con una manguera el interior del vagón o, peor aún, orinando en el suelo. El sonido provenía de los asientos de enfrente, en el lado derecho. Miré hacia allí, pero los viajeros que iban de pie me impedían descubrir la procedencia de aquel chorro que empezaba a preocupar a algunas personas. Entonces lo vi: detrás de un señor, agarrado a la barra, apareció un flujo de color rosa y textura espesa. En el piso cubierto de goma se estaba formando un charco. Advertí que alguien vomitaba, casi metiéndonos a los pasajeros un manguerazo. No sé si alcanzó a algún fulano, pero no me hubiera extrañado que más de cuatro zapatos se llenaran de las consiguientes salpicaduras. Las dos o tres personas de alrededor se apartaron. Los demás, entre divertidos y asqueados, descubrimos quién rociaba con sus jugos gástricos el vagón. Era una señora a la que no pude ver la cara, pues se dio la vuelta al terminar y, unos segundos más tarde, cuando se abrieron las puertas en la siguiente estación, salió al exterior. Hasta entonces sólo habían huido un par de viajeros, probablemente con el calzado húmedo de motitas y manchas. Pero con la apertura de puertas entró el aire, y se formó una corriente que nos trajo el hedor agresivo de la vomitona. No era pequeña. Consistía en un charco rosado, como de puré de polo de fresa, y abarcaba mucho espacio. El perfume que trajo la corriente hizo que las personas de alrededor se cambiaran de sitio, y se fueran acumulando en el lado contrario del vagón. Me gustó cómo lo hicieron, el modo en que abandonaron su sitio: de uno en uno, en silencio, casi de puntillas, con esa actitud callada y recogida que poseen los madrileños ante ciertas afrentas al buen gusto. Ninguno pronunció una palabra. Pensé que, de haber sucedido lo mismo en una ciudad pequeña, la gente hubiera montado un fenomenal tinglado, soltando blasfemias, juramentos, comentarios en voz alta y críticas corrosivas.
Yo no cambié de sitio. Me bastó con mirar de reojo, casi al borde de la náusea, aquella vomitona de fresa (es la atracción por el abismo), y con colocar una mano bajo la napia, con intenciones de no respirar el aroma trasnochado y desagradable que despedía el charco sobre el que los nuevos pasajeros ponían, inadvertidos, la suela de los zapatos. Durante el resto del viaje me preocuparon dos cosas. Una: la señora. ¿Era una borracha, una viajera mareada por el traqueteo, una mujer con indigestión? ¿Qué ocurrió luego con ella? ¿Cuál era su historia? ¿Salió bien parada? Dos: el contagio. Observar y oler una vomitona son dos factores que empujan al contagio. Ves, hueles, sientes arcadas y vomitas. Estuve preocupado: ¿y si alguien no reprime la náusea y pota, y nos mezclamos todos en una orgía de vómitos? No pasó nada. Aguantamos el tipo. Unos minutos después abandoné el vagón, pero en mi cabeza persistían los interrogantes: ¿Qué fue de aquella señora? ¿Cuál era su historia?