viernes, marzo 31, 2006

Irreal (La Opinión)

Las horas previas al amanecer contienen un halo de irrealidad absoluta, como si camináramos por un limbo trufado de criaturas noctámbulas y ficticias. Me refiero a esas madrugadas de fin de semana. Al alba cualquier cosa (un paisaje, un edificio, un objeto) adquiere un tono fantasmagórico. Incluso la gente. Sobre todo, la gente. Irreal le parece a uno, cuando devuelve a casa sus ya debilitados lomos, ese comercio clandestino que ponen en marcha los orientales. Se sale de un pub o de una discoteca con los ojos enrojecidos por el humo y los vapores etílicos y, al doblar cada esquina de Huertas, no faltan chinos que venden bocadillos de salami, latas de cerveza y de refresco, botellines de agua mineral y otros sólidos y líquidos para reanimar al individuo que se va a la cama. Este avituallamiento vende lo suyo, no se crean. A partir de las cinco de la mañana un fulano ebrio y con hambre sería capaz de comerse los hígados de una rata, siempre que estén bien cocinados, en su punto. Los chinos arman el tenderete en un santiamén, de dos maneras: o bien abriendo el maletero de un coche para enseñar la mercancía y que ésta tome un poco el aire, o bien mediante el acomodo en la acera de una caja de cartón y varias bolsas de plástico. A mí estos comerciantes, que afloran y se disipan entre la noche y el amanecer, se me antojan siempre irreales. Algunos casi te introducen la lata de cerveza en la boca, para que compres. Pero yo nunca les he comprado nada. En principio por las condiciones higiénicas, pues el método de tender un bocata sobre una servilleta encima de un cartón no me parece el adecuado, ni cogerlo del maletero de un coche, donde, quién sabe, igual han viajado perros, garrafas de aceite para el motor o cadáveres descuartizados.
Irreal resulta el taxista de madrugada, que recorre las calles emulando a los pilotos de fórmula uno y siempre lleva encendida la radio. Los hay que hablan por los codos y los hay silenciosos como las tumbas de sus antepasados. Se sabe que son españoles porque, cuando al taxi se le cruza una panda de borrachos conduciendo un coche en zigzag, el taxista ejerce su derecho al uso del improperio y la blasfemia, con los cuales asigna diversos calificativos a los mencionados borrachos, a sus madres, a sus padres, a sus familiares muertos y a los dioses y los santos de todos. No se soluciona nada, claro, pero el hombre se queda a gusto y descansado; y los pasajeros también, así se libran de soltar ellos mismos la retahíla de tacos que los conductores empapados en rayas y en copas se merecen.
Pero quizá lo más irreal, junto al recorrido a pie por vías angostas en las que no se ve un alma, es recoger un periódico del buzón o comprarlo en un kiosco. El periódico de la seis de la madrugada nos parece una invención, un conjunto de papeles que se desvanecerán igual que el recuerdo de un sueño en el momento en que uno se eche a dormir. En Zamora cogía el diario del buzón, en esos regresos del fin de semana. Era un asunto que calificaba de fabuloso: meterle mano al buzón, al alba, y sacar un periódico fresco, novísimo, recién pescado, tibio por las rotativas, cuando alrededor el mundo aún no ha echado a andar, cuando aún está la ciudad dormida y descansando, cuando todo incluye un halo de artificio. En Madrid compré un periódico, el otro sábado, en torno a las seis de la mañana, de vuelta al piso. Era de noche y ya te servían ese desayuno de actualidad, tinta y papel que es un diario cuyo último número acaba de nacer. “Esta es la edición nacional, todavía no ha llegado la de Madrid”, dijo el tipo. “Da lo mismo”, respondí. Y me abracé al periódico, confortable e irreal.

jueves, marzo 30, 2006

Revista Zamora Cofrade


Zamora. Hoy, jueves, a las 20:00 horas, se presenta al público en el edificio de La Alhóndiga la Revista Zamora Cofrade, de la que se han encargado los chicos de Singular Creativos. Saldrá a la venta el próximo lunes. Más, aquí y aquí.
Me pidieron un texto escrito expresamente para esta publicación, y dicho texto (se titula Ellas) pretende ser un homenaje doble a las mujeres y a la cofradía de la que soy hermano. Os cuelgo el principio:
Comienza con una parada, que en la jerga se conoce como “un fondo”.
Un fondo, a las nueve de la mañana, con el cuerpo temblando del relente de la madrugada y los miembros estremecidos por los rayos de sol que bruñen el negror de los caperuces romos, facilita las reflexiones. Las reflexiones y el ejercicio de la memoria.
Uno, en esa parada, entrecierra los ojos, para aliviarlos del escozor del sueño. La textura de sus dedos está pegajosa del azúcar de las almendras o de los caramelos que cobija sobre el cíngulo, en una faltriquera improvisada. Su boca aspira el aire caliente y enjaulado entre la tela y el rostro, y esa piel extraña del caperuz, que lleva puesto desde las cinco de la madrugada, se le pega a los labios y a la nariz. (...)

Propina (La Opinión)

En cierta ocasión al escritor Raymond Carver le dijo su médico que, si continuaba llevando la vida de excesos a la que se había acostumbrado, sólo iba a durar seis meses. Dos de los protagonistas de esa biografía eran el alcohol y el tabaco. Carver fue alcohólico hasta la advertencia del doctor. Entonces abandonó los malos hábitos y, además, pudo conocer a la mujer de su vida, Tess Gallagher. El tramo final, los últimos metros de su andadura, abarcó once años. Once años de salud, de sobriedad, de amor, de literatura. Antes de que concluyera ese tiempo le diagnosticaron un cáncer de pulmón. No duró mucho más, y se fue a la tumba a los cincuenta años, en la flor de la vida. Es de suponer que cada día de esa rehabilitación lo apuró como si fuera el último. Para él, ese retraso en su cita con la muerte fue una propina. Así lo afirma en uno de sus poemas póstumos, poemas en prosa que he releído, los de “Un sendero nuevo a la cascada”: “Soy un hombre de suerte. He vivido diez años más de los que yo o cualquiera esperaba. Pura propina. Y no lo olvido”.
Los poemas de la última parte del libro abordan la despedida, y por eso mismo aparecen transidos de un dolor más o menos emotivo, pero en el que no hay cabida para los lamentos ni los lloriqueos propios de telenovela. Carver asumió que la enfermedad le estaba royendo el alma y los pulmones, y en esos poemas tristes da las gracias por la propina, en vez de lamentarse. Asume su parte y lo que vendrá: su despedida. Pocos autores han sabido reflejar como él la vida miserable de los parados, de los alcohólicos, de los obreros, de los matrimonios a pique. Los cuentos de Carver reconfortan no sólo por la precisión de su prosa, sino porque uno los lee y siempre sabe que existe gente a la que le va peor. Es una pena que uno de sus poemas más celebrados no se incluya en libro alguno en España, y que toque leer su traducción en páginas de internet, como en la imprescindible web “El poder de la palabra”. El poema se titula “Miedo”. Esa propina que menciona Raymond Carver la conoce demasiada gente, en especial quienes sobreviven a un accidente, a un atentado, a una catástrofe, a una operación a vida o muerte. Quienes dejan el hospital por su propio pie y saben que, a partir de ahí, cuanto recorran es un regalo, una segunda oportunidad, un aplazamiento, una prórroga de los cielos o del destino, según las creencias de cada cual.
Días atrás murió Rocío Durcal, y asistimos así al declive de las folclóricas. Las que sobrevivan y salven el pellejo habrán obtenido su propina. Pero las folclóricas han ensombrecido las muertes de Richard Fleischer y Eloy de la Iglesia. Aunque me divierte más la filmografía del primero (dominada por la aventura: “Los vikingos”, “Bandido”, “Viaje alucinante”, “Conan el destructor”), voy a detenerme en la figura del segundo, que estuvo perdido en los oscuros laberintos de la droga, y que ha fallecido ahora, tras esa prórroga obtenida después de sobrevivir y desengancharse. El cine de este director que prefiero es el que hizo en los ochenta, cuando éramos chavales y él contaba en la pantalla sórdidas historias de delincuentes amarrados a la aguja y la cheira. “Navajeros”, “Colegas”, “El pico” y su secuela crearon el género de los quinquis jóvenes de vida apresurada, breve y repleta de atracos y chutes. El adentrarse tanto en la marginalidad lo convirtió en marginal, en esclavo de la heroína, como lo fueron muchos de los intérpretes que trabajaron con él y sucumbieron por sobredosis: José Luis Manzano, Lali Espinet, Javier García, Antonio Flores y “El Pirri”. Creo que Eloy de la Iglesia supo mucho de esa propina de la que Raymond Carver escribió.

miércoles, marzo 29, 2006

Huelga de conductores (La Opinión)

Están estos días los conductores del Metro de Madrid en huelga. Es una huelga que van haciendo a plazos (no sé si cómodos para ellos, pero desde luego incómodos para los viajeros): dos horas por la mañana, dos horas por la tarde, etcétera. De esa manera, más que una huelga parece la administración de un medicamento: tómese cada tanto tiempo, y a correr. Los servicios mínimos traen aparejados una serie de molestias, que caen al completo sobre los cansados hombros del exhausto trabajador que madruga, a saber, las largas esperas en el andén, las apreturas en el interior de los vagones, el olor ácido y animal de los sudores revueltos y confundidos, el retraso en la oficina y, como consecuencia de lo anterior, unas cucharadas de estrés no remunerado, por si fuera poco. Un minuto de demora en los andenes, sólo un minuto, se hace eterno. Imaginen aguardar más de ocho minutos, de ahí para arriba. Vislumbren al tío, o a la tía, que va recién duchado, con la camisa y la corbata limpias, y se mete a ese gallinero donde la gente se apretuja igual que en una prensa, y va soltando chorros de agua por los poros, y las narices se achican por el hedor. Ese tío ya no es el mismo cuando sale.
Daríamos gracias si esta amalgama de contrariedades ocurriese solamente cuando se programan las huelgas, pero no es el caso, y eso lo saben los zamoranos afincados en la capital, que son numerosísimos, pues hablar de Madrid, en la actualidad, equivale a referirse a un alto porcentaje de zamoranos y sus circunstancias. Yo tomo el metro de vez en cuando. El viernes anterior, sin ir más lejos, tardé una hora y pico en un trayecto que, en condiciones normales, me hubiese ocupado veinte minutos. Entre las estaciones de Lavapiés y Sol el tren al que entré circulaba achacoso y reumático, a una velocidad de cafetera antigua, y dando unos trompicones que desbarataban el orden vertical de los pasajeros y nos hacían chocar unos con otros o perder pie. Más tarde, en el trasbordo, se me fueron varios minutos, y eso que era hora punta. Al coger el tren que me llevaría a mi destino noté un perfume agrio y pendenciero, como a cables quemados. En la siguiente parada varias personas decidieron bajarse y esperar al próximo servicio, que no es plan de viajar medio mareado. Por fin, el conductor decidió asomarse a los vagones e ir preguntando: “¿Aquí huele mal?” Hecha la ronda, y agotada nuestra paciencia, ordenó salir a los pasajeros. “Este tren está averiado”, anunció. Más minutos de espera, con lo cual se produjo la lógica congestión del andén y de los siguientes vagones. Fuimos todos apretados: los codos clavándose en las costillas ajenas, los zapatos pisándose por turnos, los alientos soltando su carga sobre el cogote del prójimo, las fatigas para entrar a presión en los vagones y las luchas para salir en las paradas elegidas. Más de cuatro nos sentimos como si fuéramos de viaje sin retorno a los campos de concentración de Dachau. También podía uno creer que era miembro de una partida de ganado vacuno, o que iba en el tren de la bruja, que siempre es (la bruja) un quinqui disfrazado con peluca, careta de mujer y un vestido de flores.
Dicen que el metro de esta ciudad es uno de los mejores, no sé si de España o de Europa, y nadie pone en duda que llega a muchos rincones de Madrid y que su desarrollo no se detiene y va incorporando más enlaces y líneas y mejoras, pero no podemos negar los puntuales sobresaltos y zarandeos, las averías y las esperas, el agobio de ir hacinados. Esto no lo notan Gallardón y Aguirre porque sus trayectos oficiales son cortos y no comportan otra misión que la de recibir a los fotógrafos y contar ante las alcachofas que los servicios funcionan de maravilla.

martes, marzo 28, 2006

Recomendación: Resurrección, de Manuel Vilas

Gracias a la recomendación de Antonio Pérez Morte en su blog me compré este libro de poemas en prosa. Aunque yo ya conocía algunos textos de Manuel Vilas: tengo en mi biblioteca los relatos de Zeta, el poemario El cielo y sus artículos de La región intermedia. Me parece un escritor honesto y valiente, distinto e innovador, capaz de saltar de los vampiros a Kafka, del marisco de los bares de tapas a las hamburguesas de MacDonald's, de las manos de las cajeras a las canciones de Lou Reed. En esos cambios de tema logra siempre mantener un equilibrio dificilísimo.

Este último libro fue recompensado con el XV Premio Jaime Gil de Biedma. En sus páginas regresa esa pasión del autor por reconstruir su ciudad, Zaragoza, por absorber sus restaurantes, sus mujeres, sus carreteras, sus paisajes, sus pueblos (aunque también canta la magia de otros lugares), y ofrecernos todo ello mediante poemas salvajes, impulsivos, furiosos y provocadores. Es un canto a la vida y sus misterios.

El mundo del vino (La Opinión)

El documental es un género de moda, creo haberlo afirmado en alguna ocasión y en estas mismas páginas. “Mondovino” es uno de esos documentales que comienzan hablando de un producto y terminan en denuncia social. Nos entretiene, nos informa y nos advierte. Lo dirigió Jonathan Nossiter, quien estuvo viajando por Estados Unidos, Francia, Argentina, Italia, Brasil. Nossiter entrevista y filma con su cámara de video digital a viticultores, enólogos, propietarios, accionistas, empresarios, gerentes, críticos y otros trabajadores de la uva, y así va componiendo el cuadro internacional sobre el negocio y el placer asociados al vino. Lástima que falte España, aunque el director ha rodado material especial sobre nuestros viñedos para incluirlo en la edición española en dvd. Sorprende que Nossiter converse con cada entrevistado en su idioma, pasando con soltura y pericia del inglés al castellano, y de ahí al francés o luego al italiano, como un espadachín de lenguas. Esa facultad idiomática le viene de la infancia: su padre fue corresponsal en el extranjero y la familia del chico fue mudándose de país en país. O sea, que es un hombre viajado y notable ejemplo de que el saber no ocupa lugar.
Para explicarlo en términos sencillos: en “Mondovino” asistimos a las diferencias entre los campesinos y los jefes de las multinacionales, entre el vino hecho de manera artesanal y el fabricado en laboratorios y en serie, entre el terruño, su saber y su ciencia, que es mucha, y las grandes corporaciones que van comprando terrenos para fabricar caldos que gusten al mercado. La batalla de clases de siempre: en algunas escenas vemos a ancianos solitarios que defienden sus pocas hectáreas y luchan por elaborar un vino con sabor a su tierra, un vino artesanal y con tradición; dichos ancianos sueltan las mejores frases de este reportaje, muy condimentadas con la sabiduría que es propia en un héroe del terruño; en otras escenas, en cambio, son entrevistadas las familias que dirigen multinacionales, más preocupadas por incrementar las ventas y acomodarse al gusto general que por innovar u ofrecer vinos de calidad. De entre estas últimas conocemos a la familia Mondavi, magnates de California con hectáreas en numerosos países del mundo y cara de mafiosos italoamericanos.
Sorprende un poco la manera feroz en que parte del mercado depende de la opinión de un catador, el célebre crítico vinícola Robert Parker, cuyo veredicto y calificación a un caldo dictan el ritmo a seguir. Algunas personas aseguran a Nossiter que muchos viticultores adaptan sus vinos al paladar de Parker, para que éste les conceda una alta puntuación y el precio y las ventas de sus botellas suban. Es, sin duda, el punto más interesante de la investigación del director. Parker y Michel Rolland, enólogo francés, parecen dos estrellas del rock y no dos catadores. Nossiter ha dicho: “Rolland es (…) capaz de proporcionar fórmulas que desemboquen en un producto que sea recibido favorablemente en el mercado mundial donde reina una gran competencia”. Esto no es nuevo, claro, porque lo estamos viendo en todas partes: ese acomodo al mercado, esa dictadura de formas y fondo para ofrecerle al consumidor lo que busca y cree necesitar. Donde más le revienta a uno, obviamente, es en el panorama literario. No dudo que los lectores necesitan su dosis de “La sombra del viento” y “El Código DaVinci”, incluso uno ha leído la primera y le solazó. Pero ese éxito obliga a que ahora los editores busquen sólo historias del mismo estilo, y que algunos churreros de la pluma (no se les puede llamar escritores) intenten redactar novelas similares sólo porque es lo que vende. Pues con el vino, igual. O eso nos han contado.

lunes, marzo 27, 2006

La tortura (La Opinión)

Como se aclara en el título vamos a hablar en este espacio acerca de la tortura, así que, quien sea tan aprensivo como yo con este tema, que se salte el artículo. La otra tarde vi “Syriana”, admirable película aunque de argumento político enrevesado, hasta tal punto que me enteraba de los actos de cada personaje media hora después de que los cometieran. Significa, sí, que entendí el conjunto mucho después de que salieran los créditos finales. Merece la pena; me gustan estas historias en las que dos agentes tienen que citarse en la sala de un cine o en un parque para hablar con calma y sin que les enchufen un micro bajo la mesa. Las series de la tele, el cine y la literatura nos han mostrado tantas veces esta situación que, en cuanto vemos a un tío en un banco tapándose la cara con el periódico, sospechamos que pueda ser un espía trabajando. Luego se fija uno bien y sólo es un jubilado informándose y tomando el sol.
Pero “Syriana” incluye un pequeño problema inesperado: torturan a un personaje (no voy a desvelar la identidad del actor que lo interpreta) arrancándole las uñas con alicates. Ya se harán cargo de lo que esto supone para el espectador, aunque la sangre sea un tinte y, las uñas, de plástico. Da lo mismo. Sólo la frase da repeluzno, eriza los pelos de la nuca, te añade retortijones en el estómago. En esa escena volví a la infancia, cuando en las de terror salía el monstruo y nos tapábamos los oídos y los ojos, aunque dejando siempre una rendija entre los dedos de las manos, pues esa rendija se deja para satisfacer el morbo y para que no nos perdamos la siguiente escena. Para mí supuso, además, un recordatorio del dolor: de niño perdí dos uñas, en dos ocasiones distintas. Ambas tuvieron un encontronazo con puertas. Las perdí de cuajo. No es necesario aclarar el dolor que eso conlleva: sube por la muñeca y el brazo y trepa hasta el hombro. Un día después de ver “Syriana” hice lo propio con “Old Boy”, largometraje asiático y retorcidísimo en el que a un fulano le despojan de los dientes con una herramienta que no nombraré para que no se me incomoden.
Estos sobresaltos hacen que uno maldiga al director, al guionista y a los encargados de los efectos especiales y del sonido por lograr un efecto tan real, tan creíble. Me hizo recordar los dolores más brutales que he conocido y algunas escenas de tortura de ese estilo. En el segundo caso, ahí tienen al protagonista de “Marathon Man”, a quien perforan un diente con un taladro y a las bravas, sin anestesia; o al de “Payback”, cuyos dedos del pie rompen a martillazos, algo parecido a lo que vemos en “Casino” (pero aplicado a las manos); la tortura que emplean al final de “1984”, consistente en una jaula atada a la boca abierta y una rata hambrienta dentro de la jaula; los dedos cortados, de uno en uno y cada cinco minutos, de las manos de una pianista en una de las historias sombrías de la reciente “Three… extremes”; la apertura estomacal de “Braveheart” tras estirarle los miembros; las múltiples sevicias que cometen en “La Pasión de Cristo”; el policía sin oreja de “Reservoir dogs”; o el alto voltaje aplicado al escroto de uno de los soldados de “Tres reyes”. Uno ve estas escenas y piensa que existe algo peor que la muerte, y es el dolor prolongado largo tiempo, la tortura y el consiguiente daño. En los últimos pasajes de la novela “1984” los dos amantes se traicionan para no ser torturados, y así triunfa el Gran Hermano. De este tema sabían y saben mucho los dictadores: humilla a los presos, y éstos incluso son capaces de confesar que participaron en la conspiración para matar a Julio César. Ante la tortura, que usan con frecuencia en Guantánamo, caben pocas heroicidades.

domingo, marzo 26, 2006

Commandos

Zamora es una ciudad en la que, si uno habla mal de un señor, se cabrean cuatro; pero, si habla bien de otro, se cabrean ocho. Quiere esto decir que el halago o el reconocimiento hacia el trabajo de un tercero granjeará a ambos (a quien escribe y a quien es descrito) mayor número de enemigos que si uno le hubiera disparado con palabras llenas de ruido y furia. Aparte de lo anterior molesta también la omisión, sea voluntaria o involuntaria. Oiga, que usted escribió de actores y mi novia es actriz y no la sacó. Bueno, pues dígale a su novia que no lo sabía y que no se apure, que se hablará de ella en su momento. Algo parecido le ocurrió a uno hace un par de años. No faltan, en esta galería de rencorosos, quienes nos acusen de amiguismo. ¿Cuánto te pagó ése para que escribieras de él? ¿Cómo te sobornó? Y tonterías similares. Todo este asunto, no obstante, demuestra que el zamorano, contrariamente a lo que piensen, no está muerto ni inactivo, y que se irrita a la menor, lo cual es bueno, aunque este entusiasmo peleón deberíamos emplearlo en reivindicaciones serias.
Vamos a mencionar a cuatro personas en este artículo, y vamos a hablar bien de su trabajo, y por eso sumaremos enemigos. Si me acusan de amiguismo, aquí van cuatro tazas: un primo, un amigo y dos conocidos de vista. Y no hay perjuicio porque uno cuenta con la libertad de opinar y el beneplácito de su director. Los cuatro tienen talento y son zamoranos, de nacimiento o de adopción. Han participado en el magnífico videojuego “Commandos Strike Force”, cuyos decorados y personajes son un espejo de añoradas películas de guerra. A José Manuel García quizá lo vieran días atrás en los periódicos y en las cadenas de televisión nacionales. Es el jefe del proyecto y le ha tocado, por tanto, sacar la muleta y lidiar frente a las cámaras. Hace unos años me invitó a que viera las oficinas donde curran. Es una plantilla muy joven, tan joven que a veces se siente uno abuelo junto a ellos. Parecía que los chicos estaban pasando el rato ante los ordenadores, pero luego salen videojuegos de lujo, muy trabajados, muy obsesivos en el detalle, con una música impecable, que compiten con los del extranjero y venden un huevo, y los jefes van cada año a Los Ángeles a promocionar el invento. A José Manuel lo llamaba por teléfono cuando estaban terminando el videojuego, tarea nada fácil y similar al minimalismo con el que los artesanos construían los relojes: casi todos los fines de semana estaba en las oficinas de Pyro Studios, dando el callo día y noche. ¿Pero no descansáis? No, contestaba, de momento no, hay que terminar el juego. Oscar García ha prestado su voz a un par de personajes: a un ruso y a un francés de la resistencia, y esto nos lo contó en una entrevista para el periódico, así que no necesita mayor aclaración. Oscar, además, asistió a una escuela de doblaje. A César Botana lo conocí en aquella visita a la empresa. No lo he vuelto a ver y no recuerdo su fisonomía, pero baste decir que es de la tierra y es programador en la versión multiplayer de “Commandos”. El cuarto es David Ramos y, aunque no participa en este videojuego, es programador en otros proyectos de la empresa. Recuerdo cuando, en Zamora, me dijo David: “Me han contratado en Madrid, en Pyro Studios”. Le respondí: “Pero si esa es la empresa donde está mi primo”. El mundo es un pañuelo.
Pyro lleva diez años en la brecha. Es la principal empresa de entretenimiento digital en España. Casi trescientas personas han aportado tiempo, ideas, talento y sudor a este último “Commandos”. Trabajan allí tres zamoranos, y un invitado que ha doblado a dos personajes. Deberíamos alegrarnos todos.

sábado, marzo 25, 2006

El kebab (La Opinión)

Cuando el hambre aprieta y no hay tiempo o ganas para ponerse a manejar los fogones, o cuando se celebra botellón casero con los amigos, a uno le conviene ir a por unos kebab a los restaurantes del barrio. Son de consumo rápido, aunque de difícil digestión. El kebab es la hamburguesa del turco y del árabe, pero uno diría que con algo más de alimento, porque el filete de pollo o de cordero siempre parece menos sospechoso que esa carne que sirven en las hamburgueserías de las firmas americanas e importantes (no digo de las otras, no vayamos a confundir las cosas). También he leído que esta especie de bocadillo va sobrado de aportes energéticos. El kebab, por si no lo han probado ni lo han visto nunca, consiste en lo siguiente: se abre un pan de pita y se rellena con tiras de carne, queso feta, lechuga, tomate, achicoria y salsas variadas. Al acabar de comerlo uno está hecho un cristo, con manchurrones en los dedos y el plato repleto de cebolla y cordero. Debo señalar que existen otras variedades y recetas, según el garito y el cocinero. Pero el que suele pedir uno es éste, y no vamos a andar cambiando a estas alturas.
Si no lo han comido nunca, les aconsejo que lo hagan en un establecimiento que regenten moros o turcos. No vale preparárselo en casa ni que te lo cocine un español; el sabor es distinto, como distinto es hacer por nuestra cuenta las patatas bravas, las cachuelas a la plancha o los callos, pues nunca superaremos la receta del Bambú, del Bayadoliz o del Caballero, por citar tres ejemplos de gastronomía que uno echa de menos cuando está fuera. En Zamora, en sábado noche, me gusta ir a cenar algo por Los Herreros o Los Lobos. En Madrid me ha tocado cambiar mi menú castizo del sábado por estos bocatas turcos y, aunque deleitan el paladar y me placen sobremanera, uno es de la vieja escuela española, ya saben: tortilla de patatas, pata con morro, chorizo al vino, jamón serrano. Tengo la impresión de que el kebab se está convirtiendo en el alimento nocturno del joven con prisa y del diurno del pobre que no puede gastarse demasiado en su dieta diaria. Al sitio al que voy toca pedirlo, si es para llevar, a través de una ventana que comunica la calle con una pequeña cocina con bandejas para los ingredientes, una caja para cobrar y los asadores verticales donde gira despacio la carne. Tardan en ponérmelo un par de minutos, el tiempo de echarle todo el condumio a este pan abierto que recuerda a un estuche redondo para discos compactos. Quien nunca antes haya visto estos asadores se puede asustar un poco, ya que amontonan el cordero o el pollo en el pincho hasta que coge la forma del muslamen de Polifemo, aquel cíclope al que embriagó Ulises antes de que le devorase a toda la tripulación.
Sospecha uno, sin embargo, que alguna gente se niega a pedir el menú en estos locales. Una de estas razones se suele esgrimir: que estás financiando a los terroristas o que sienten repudio de que cocine alguien de otra raza. En el primer caso, qué quiere que le diga: no todos son terroristas. Y, en el segundo: usted se come el pollo, no al turco. Una tarde vi por ahí una furgoneta en cuyo lomo anunciaban: “Monte su propio negocio”. Son empresas que venden el tinglado al completo (los hornos verticales, el cuchillo eléctrico, el carro con las bandejas), que no ocupa más de dos metros y medio, según dicen, y que puedes instalar en piscinas, hoteles, terrazas y parques. Esto ya me parecería el colmo, pero será la próxima moda. Lo es en Alemania, por ejemplo. No sé dónde he leído que fue un inmigrante turco quien inventó, en Berlín, esta versión fast food del kebab. Se hizo de oro.

viernes, marzo 24, 2006

Prudencia, reacciones y muecas (La Opinión)

Ante una noticia del calibre de la del miércoles siempre es recomendable la prudencia, y lo digo como ciudadano y como columnista de este periódico (a los políticos se les supone esa prudencia, igual que a los militares se les supuso, antaño, la hombría y las ganas de quitarse el virgo en el lupanar). Pero este es un país en el que se disparan las lenguas en cuanto saltan a la palestra los titulares a cinco columnas, los telediarios que duran el doble y los especiales que se trabajan los compañeros en prensa, radio y televisión. Quizá me hubiera venido bien pasar la tarde del miércoles en las tabernas y en los cafés, arrimando la oreja, a ver qué opinaba la gente, el pueblo, pero casi mejor que no, porque las bocas se hinchan mucho con las noticias. El personal oye que los terroristas han anunciado un alto el fuego permanente y, si es optimista y encima se está tomando unos chatos de vino en la tasca, acaba creyendo que hemos llegado al fin de este cuento de horror, o sea, al fin de las armas, la violencia y las capuchas con boina. No se apresuren con el júbilo, aunque este paso nos haga felices, y veremos con el tiempo en qué queda este cocido, que deberá hacerse en cazuela de barro, a fuego lento y con la unión de todos los cocineros. Estaremos atentos, porque en adelante no faltarán quienes quieran colgarse medallas por lo que se trabajó en el pasado, por lo que se hace en el presente y por lo que ojalá se logre en el futuro.
De modo que, para no hacer un juicio apresurado, me dediqué el miércoles a observar las actitudes, caras y muecas de los gobernantes y de la oposición. Mi primer impulso fue encender el televisor, para comprobar si a Rajoy le había dado un telele. Pero no: estaba sano y entero, y dando guerra por los micrófonos. Volví a verlo en otras dos ocasiones: en un nuevo discurso, esta vez de apoyo al gobierno, aunque con condiciones, habiendo comprendido él que la postura actual consiste en unirse o, de lo contrario, recibir las collejas de los ciudadanos; y escuchando la petición del presidente y su afirmación de que los populares habían trabajado y sufrido mucho. En este segundo caso me extrañó su rostro calmado, al borde del sonrojo. Estábamos acostumbrados a un líder de la oposición guerrero y, de pronto, se le puso gesto de dama que recibe una flor o un poema. Zapatero no le ha ido a la zaga en las dos caras que este observador humilde apuntó. Primero, dirigiéndose a los miembros del Congreso, en tono decidido, con una firmeza que no suele demostrar. Segundo, cuando le advirtieron que se excedía del tiempo: se sentó con prisa y con el arrobo de un niño que anhela portarse bien en clase, un chico que obedece al maestro. En resumen: vimos a dos políticos tirando de un discurso inquebrantable, dos hombres firmes que luego, por culpa de las palabras, se convirtieron en una dama cortejada y en un niño reprendido. Junto a Zapatero asomaba la cabeza de pájaro enteco de Fernández de la Vega.
Reacción curiosa fue la de Trillo, huyendo de la alcachofa; el buen hombre iba hecho un cromo, ataviado de vendajes y de ese corsé de pescuezos que llaman collarín, como si le hubieran dado una paliza en un callejón sin salida, aunque, al parecer, se cayó de la bicicleta. A mí se me parecía a un Rocky Balboa fondón y recién salido del ring. Y vamos con Aznar. Fue a presentar un libro de loas al PP y leyó un discurso redactado antes del anuncio de Eta. Dicen que no cambió una coma, ensalzando la política terrorista de su gente. El discurso quedaba viejo, pasado de fecha. Le vimos ante las cámaras: serio, oscuro, hostil. Si no conociéramos su identidad, alguno podría pensar que su rostro era el de un hombre que acude a su propio funeral.

jueves, marzo 23, 2006

Internet en el pueblo (La Opinión)

La Junta de Castilla y León y la empresa Iberbanda han anunciado el Plan de Banda Ancha para que setenta y seis mil zamoranos del medio rural puedan acceder a internet de alta velocidad. El medio rural es el pueblo, que ahora se llama así, a lo fino. Uno se alegra de estas cosas, siempre que salgan bien y no queden en churro o en estafa, como aquella cosa que ocurrió con Afitel, cuando se proclamaba en los pasquines que Zamora era la ciudad mejor conectada del mundo y la primera en obtener estos servicios. Dicho Plan consiste en una inversión de ocho millones de euros para esta tierra (de un total de setenta y ocho millones para Castilla y León). Desde la Consejería de Fomento de la Junta cuentan que tenemos un cuarenta por ciento de población sin acceso a la red. El sistema será inalámbrico y desarrollado por Iberbanda, firma con inversores de lujo, como Caja Duero, el Grupo Prisa o El Corte Inglés, entre otros.
Los pueblos necesitan un respiro, un poco de oxígeno, tras tanto abandono y tanta deserción de lo rural, que cada día van quedando menos habitantes, pues todo el personal quiere irse a vivir a las ciudades. Y ese oxígeno, aunque no va a significar que la gente regrese al campo y a las aldeas para fijar allí su residencia, viene del acceso a la red. Pero esto, claro, sólo lo pueden comprender quienes utilizan a diario esta herramienta de comunicación. Hagan la prueba. Uno va y le cuenta a alguien que jamás se haya conectado: “Pues sí, suelo leer un blog de cine”, y el otro pregunta: “¿Qué es un blog?”, y uno explica: “¿Sabes lo que es una bitácora?”, y oye: “Bueno, más o menos. Como un cuaderno de bitácora, ¿no?”. Con paciencia, afirma uno: “Sí, algo del estilo. Pues bien, este blog tiene un enlace a una página web…”, y el otro: “Espera, espera, que me he perdido. ¿Qué es una página web? ¿Y por qué un enlace?” Entonces uno cambia de ruta: “Vamos a ver: ¿Has accedido alguna vez a la red?, ¿Has navegado?, ¿Sabes lo que es un correo electrónico?”, y contesta el interlocutor: “Eh, bueno, no, no. Ni idea”. “Pues mejor no sigo, porque no entenderías una coma”. De hecho, algunas personas que jamás se han conectado me preguntan: “Tu correo electrónico es el que pones al pie del artículo del periódico, ¿no?”. “Pues no, mire usted: eso es una página. Las direcciones de correo incluyen una arroba”. Les entiendo porque yo empecé igual, dando palos de ciego (todavía los doy, pero ya son palos de tuerto). En principio no es fácil relacionarse con la informática, y menos aún con la jerga anglosajona de internet, repleta de palabros como banner, e-mail, weblog, spam o cookie.
Pero volvamos a la idea inicial: que el acceso a la red en todos los pueblos es necesario. Los habitantes de los mismos pueden, así, comunicarse con los suyos por el correo electrónico, por el chat, por este invento del messenger. Pueden acceder a más información, buscar ayudas y subvenciones, comprarse una entrada o un libro y enterarse de cómo va el mundo. Respeto a quienes se niegan a entrar en internet, aunque ese no es el camino. Me niego a usar esas “moderneces”, confiesan. Bien, no lo discuto, pero por esa regla de tres, señora mía, aún estaríamos avisándonos por tambores y viajando en mula o a caballo. Como dijo aquel, con los tiempos y los avances nos toca envainárnosla y apechugar con lo nuevo. Si se han fijado apenas quedan negocios, empresas o establecimientos donde no te hagan las cuentas con el ordenador. Incluso en tabernas en las que pides una ración de callos y un tintorro no es raro que el camarero, aunque ronde los setenta años, teclee los precios y las sumas en una pantalla plana. Para quien no sepa manejarse, ahí está el programa de formación Iníciate.

miércoles, marzo 22, 2006

Retablo de desgraciados (La Opinión)

En el centro de una plaza: una pareja de alcohólicos vagabundos, con el cartón de vino a mano, descansa día y noche sobre la rejilla de ventilación del metro; hombre y mujer, gorros de lana y harapos, una versión castiza y fea de “Los amantes del Pont-Neuf”; se acercan un chico y una chica y el primero toca en el hombro del individuo y pregunta: “Where are you from?” y la segunda traduce: “Pregunta que de dónde eres”. A las puertas de una iglesia, de rodillas, un muchacho oriundo de Zamora, que cambió hace años el limosneo en Santa Clara por el de Preciados, se lamenta con desgarros en la voz: “¡Por el amor de Dios, unas monedas para poder comer algo caliente!” A unos metros del Círculo de Bellas Artes pasa un señor de metro y medio, con la barba blanca hasta el pecho y una melena zarrapastrosa y rica en piojos, tirando de un carrito con cuatro trapos; almacena sabiduría en los párpados, y malditismo y tormento, cualidades, todas juntas, que lo asemejan a un Gandalf con hechuras de hobbit.
Un indigente joven y honesto, en plena Gran Vía, ha desplegado varios envases de plástico ante sus rodillas apoyadas en el suelo; detrás de cada envase hay una nota: “Esto es para comida”, “Esto es para vino”, “Esto es para porros”, etcétera; así la gente sabe en qué se gasta los euros, y le facilita la elección: la señora depositará sus céntimos en el del alimento, el golfo en el de la bebida y el que se finge moderno y enrollado en el del chocolate y la maría. En la misma plaza de antes y en la misma rejilla, unos días después: un fulano tumbado, con el tetrabrik de vinazo junto a sus piernas, con pinta de estar inconsciente o dormido; una lluvia muy fina cae sobre su cuerpo, macerándolo de frío y humedad. Un hombre sentado en la acera: alza un muñón y lo exhibe; debajo hay algún aviso donde revela lo que pide. Cerca de él otros mendigos sin piernas o sin manos, o sujetos por muletas, pero siempre torcidos, amputados, rotos, hambrientos o drogados o borrachos, desmigajándose lentamente ante el personal. Dentro del metro, en el pasillo entre la entrada y los andenes: una anciana de unos doscientos años, adobada de ropajes negros y surcos faciales, permanece de pie e inamovible, sosteniendo un cartón en el que ha escrito el nombre de la enfermedad que padece y su petición; sorprenden la caligrafía y la prosa: la palabra que designa su achaque es elegante, larga y está bien compuesta, pero en algún verbo se ha comido la hache. Frente a la puerta del edificio donde vive uno: un tipo duerme dentro de un coche, en el asiento del copiloto, se arrebuja en una manta; el mismo vehículo cuyos bajos usan los camellos moros, durante la tarde, para esconder la mercancía; quiere decir que el coche lo utilizan para varios cometidos, menos el de circular por ahí.
Una camioneta cargada de trastos, despojos, hierro viejo, muebles y cartones; el conductor utiliza un micrófono y un altavoz y anuncia: “Chiiiiiiaaaaaaaatarrero, oiga, chiiiiiiaaaaaaaatarrero, ha venido el chiiiiiiaaaaaaaatarrero”. Cincuentón, con barriga y aspecto de necesitar un trabajo o una clínica de rehabilitación, detiene a cada ciudadano: “Mire, me faltan sólo unos céntimos para comprar una botella de vino”. En mitad de las escaleras de entrada y salida del metro: un individuo negro, protegida la cabeza por un gorro, arrodillado en un escalón, la mano puesta con la palma derecha hacia arriba, las primeras gotas de una tormenta asperjándole el abrigo mientras a su alrededor hay un barullo de gente con prisa, zapatos y piernas, lluvia de folletos y octavillas. Unas prostitutas, en la esquina en la que alquilan sus servicios bucales, anales y vaginales, en animada charla, quemando el tiempo y la soledad.

martes, marzo 21, 2006

Revista Texturas


Angela Serna me pidió un análisis de El pájaro de la felicidad, de Pilar Miró, para el especial de su Revista Texturas.
Mi gratitud por citarme en el editorial. También podéis ver el índice de contenidos; nuestro amigoTomás Sánchez Santiago, poeta y escritor zamorano, incluye una entrevista.
Copio aquí el principio de mi aportación (lástima del precio de la revista, aunque tiene casi 200 páginas):

Cuando Pilar Miró dirige El pájaro de la felicidad, acaba de recoger los frutos de su regreso al cine con la adaptación de la novela de Antonio Muñoz Molina Beltenebros. Aquella película negrísima, protagonizada por Terence Stamp y Patsy Kensit, obtiene importantes galardones y le devuelve su lugar en el mundo cinematográfico. Hemos de recordar que en diez años sólo había rodado una cinta, Werther, su particular visión contemporánea del libro de Goethe.
Tras sus cargos como directora general del Instituto de la Cinematografía y de las Artes Visuales y directora de Televisión Española, afronta la que quizá sea su etapa narrativa más sólida (y la última de su vida): la que conforman
Beltenebros, El pájaro de la felicidad, Tu nombre envenena mis sueños y El perro del hortelano, que le procuran premios y aplausos y críticas magníficas.

Montañas de folletos (La Opinión)

He leído en El País que cada mes se reparten en España unos doscientos millones de folletos en las calles y en los buzones. Demasiado papel. Para que luego digan que publicando libros acabamos con los bosques. El folleto que te enchufan en el buzón con intenciones de saturarle la boca se arroja a la papelera del portal o al cubo de la basura de casa. No es ningún problema, una vez que se ha acostumbrado uno. El verdadero incordio, en una ciudad enorme como Madrid, es el reparto en las calles. Caminar por la capital se parece sospechosamente a una carrera de obstáculos: hay que sortear a los cien fulanos que te meten un papelito entre los dedos, a los cincuenta tipos que te endosan una tarjeta para entrar a un garito en el que invitan a la segunda copa si pagas la primera, a los cuarenta que te piden limosna, a los veinte que intentan irrumpir en tu trayecto para que eches una firma para no sé qué o respondas a una encuesta que “sólo te llevará unos minutos” y luego dura media hora. Si se fijan bien, los transeúntes van por la Gran Vía haciendo zigzag, esquivando cada dos metros a los repartidores de publicidad, a los sablistas, a las de la pegatina de la voluntad, a los vagabundos, a los desesperados y a las buscadoras de firmas. Quienes trabajan repartiendo panfletos son estudiantes, chavales aún en paro, extranjeros, etcétera. Lo sé porque he tenido amigos que ejercieron este oficio ingrato y temporal.
Ya sabemos que es una pena que un tipo tenga que pasarse toda la mañana en una acera para ganarse unas miserables perras, pero después de una caminata de veinte o treinta minutos acaba uno harto, desesperado de ir alzando la mano y coger publicidad algo cochambrosa. Cuentan que esos folletos tienen uno de estos dos destinos: el suelo o la papelera municipal. En mi caso no suele ser así. Al principio, cuando un individuo amenaza en el horizonte con entregarme una de esas octavillas, me hago el despistado. Pero se las saben todas y logran que la cojas. Recibo el primer folleto y, casi inconscientemente, lo envío a un bolsillo de la chaqueta. Con el segundo sucede igual, y me da la impresión de que los repartidores se colocan lo más lejos posible de las papeleras, para que en ese lapso de tiempo mires el anuncio o lo guardes entre la ropa. Unos días después, al meter las manos en los bolsos, reparo en que el interior rebosa de papel. No imaginan la cantidad de mierda que, en dos tardes, te han dado. Algunos de estos folletos los leo: estimulan la carcajada. Se anuncian restaurantes de comida especializada, pizzerías, telechinos, clínicas de dudosa reputación, chamanes exóticos y brujas africanas, negocios de informática y tiendas de electrodomésticos, peluquerías y gimnasios, profesores particulares y cerrajeros, inmobiliarias y cibercafés, saldos y oportunidades. Aún es peor si uno recorre unos metros de acera, compra algo en un comercio y regresa por el mismo camino: es posible, entonces, que obtenga unos cuatro ejemplares de un folleto; dos a la ida y dos a la vuelta. Es frecuente andar por calles en las que uno pisa una alfombra de octavillas y fotocopias de videntes, clínicas y locales de comida rápida. La gente lo tira todo al suelo.
En Montera y sus inmediaciones suele verse otra clase de publicitarios. El perfil es el siguiente: varón, inmigrante, casi siempre negro. Les cuelgan dos cartelones, uno por delante y otro por detrás, y les hacen pasearse por ahí. Son los hombres anuncio, y en grandes letras hacen publicidad de joyerías y de venta de oro. Creo que es uno de los peores trabajos de la historia. Supongo que se sienten humillados, como carteles con piernas, como reclamos ambulantes.

lunes, marzo 20, 2006

La memoria felina (La Opinión)

Los gatos gozan de una memoria prodigiosa. La suya es una memoria consistente en olores y sensaciones. Tras sustituir el ordenador viejo por uno nuevo, llevé el otro de regreso a Zamora. Todo vuelve a su origen, a su punto de partida, y los objetos necesarios en nuestra vida no son una excepción. No me refiero a cacharros que uno no echaría de menos: las cuchillas de afeitar, el secador o la tostadora. Hablo de objetos que uno añoraría, como las máquinas de escribir, los coches de segunda mano, los armarios desvencijados. Las cosas se pueden sustituir unas por otras, pero contienen cierto valor sentimental. En especial si fueron parte de nuestro atrezzo de trabajo. Por eso guardo la máquina de escribir y guardaré el ordenador viejo, que tanto ha sudado bajo mi látigo. Lo instalé en el piso familiar, y lo hemos colocado en mi antiguo cuarto, en el que duermo en mis visitas a la ciudad. Me produce satisfacción este retorno: el monitor y el pc volviendo al sitio de antaño. Es la metáfora de los zamoranos emigrados a otros pastos: cuando les salen arrugas, bastón y reuma regresan al sosiego de sus orígenes. Lo cual no significa una jubilación de la vida. El ordenador aún sirve, como sirven los ancianos aunque la sociedad pretenda desterrarlos de la noria diaria, y lo usará la familia y podré escribir allí los artículos de vacaciones.
En cuanto metí el ordenador en la habitación el gato, mi fiel felino, se apresuró a oler sus costuras y rendijas. Lo reconocía. A los animales no les hacen falta las palabras para que los entendamos. Ese es su poder, y al mismo tiempo su debilidad. Lo puse sobre una mesa idéntica a la que había tenido allí. El equipo al completo: el ratón, la torre, el teclado, los altavoces, la pantalla cabezona. Como si nada hubiese cambiado. Tras los ajustes necesarios me tumbé en la cama a descansar y a leer, que significa, a veces, lo mismo. Al cabo de unos minutos me sentí observado. Los gatos son sibilinos y silenciosos, pero podemos advertir si nos están mirando. Aparté el libro de poesía de la cara, para buscar sus ojos de seda y acero verde. El gato se había sentado en la mesa, encima de la alfombrilla y junto al ratón, muy erguido y con la cola enroscada en torno a las patas delanteras. Me estudiaba, y descubrí un atisbo de serenidad y de anuencia en su mirada, de la que se desprendía lo siguiente: “Ahora todo ha vuelto a su cauce. Ahora hay orden aquí, el orden perdido se restablece”. Parecía, además, aguardar a que me levantase y pulsara los botones del teclado. Pensé en hacerlo, en incorporarme y encender la máquina y escuchar el rugido lastimero de los ventiladores, y en escribir este artículo con el felino haciéndome compañía, en su faceta de copiloto que apacigua y relaja. Lo hubiese hecho, pero era muy tarde, acababa de llegar de viaje y, al día siguiente, tocaba madrugar para ser miembro del jurado en un premio literario. No parecían las condiciones adecuadas.
Viendo al gato pensé en todos los animales que están abandonando o matando estos días, con el asunto de la gripe aviar. Cuando el abuelo envejece, la familia lo confina a un asilo; cuando enferma, lo manda al hospital. Si las mascotas envejecen o enferman se las sacrifica o se dejan en la calle, a su fortuna. El hombre moderno no hace sino huir de la enfermedad y de la muerte, de lo viejo y lo usado. Quiere librarse de virus y de entorpecimientos, y por eso deja en la cuneta o en una residencia al perro anciano, al gato que puede enfermar, al abuelo que chochea y al ordenador que se debilita. El hombre moderno tiene tanto miedo que rehúsa a los suyos. Tener una mascota supone un compromiso. Debemos pelear a su lado.

domingo, marzo 19, 2006

Pinturas sobrecogedoras (La Opinión)

La tarde en la que estuvimos escuchando a José Manuel Sánchez Ron y a Arturo Pérez-Reverte conversar sobre cuadros, varias veces pronunciaron la palabra “horror”. El horror de la guerra y en la guerra, el horror en la mirada y ante la caducidad del hombre. Me di cuenta, entonces, que siempre, cuando relacionamos el miedo con el arte, lo hacemos respecto a la literatura y el cine. Una película terrorífica, un cuento sobrecogedor, una novela angustiosa, etcétera. Sin embargo, y aunque algunas obras cinematográficas y literarias me han estremecido de horror, recordé que, en la infancia, determinados cuadros y grabados me provocaban tanto terror como las películas o los libros. Es curioso que casi todos pertenecían a las páginas de un par de volúmenes del Antiguo y del Nuevo Testamento, acompañados de ilustraciones, que solía repasar en la casa de mis abuelos paternos. En vez de leer la Biblia ojeaba algunos fragmentos, y la mirada quedaba prendida en esas pinturas terroríficas en las que el artista había convocado varios de los miedos del ser humano: plagas, soledad, tiniebla, muerte. Me perdonarán que no hable de nombres de artistas y de títulos de cuadros, sino de sensaciones: no dispongo de esos dos volúmenes, y creo que no he vuelto a revisar sus páginas desde la infancia.
La pintura más aterradora de aquellos libros era una ilustración de Jonás metido en las fauces del gran pez o ballena que lo engulle durante tres días y tres noches. El pez tenía un gran parecido con una colosal piraña, y las pirañas no poseen, precisamente, un careto amable o agraciado. Dentro de su boca abierta estaba el bueno de Jonás, la mirada baja y el rostro compungido. Aquella imagen nos contaba lo que sentía el profeta, nos otorgaba la idea de abismo y de soledad, del encierro terrible que supone para un hombre yacer vivo en el vientre de una criatura del mar. Palabras como martirio, horror y culpa bullían en el interior de uno cuando miraba esa tétrica ilustración. Otra de esas escenas se componía del retrato de los enfermos de las plagas que envía Dios mediante Moisés. Lo peor no eran los individuos retorciéndose de agonía o ya inertes, sino la sensación de abandono, el frío de la muerte, la angustia, la atmósfera crepuscular alrededor de los personajes. Había otros grabados, en ambos libros, que me provocaban escalofríos y alguna pesadilla de añadidura, pero no podía dejar de mirarlos. No recuerdo exactamente los demás: sólo pedazos sueltos, caras de personajes, paisajes siniestros, escenas de crimen, culpa y castigo.
Otro de los cuadros espeluznantes (y aquí salgo de las imágenes bíblicas) es “La isla de los muertos”, de Arnold Böcklin. De este tengo datos porque lo descubrí en la adolescencia e incluso me inspiró un breve escrito, inédito y púber, que conservo en algún cajón. Se trata de una obra de la que el pintor hizo varias versiones distintas. Supongo que me refiero a la más oscura de todas. Böcklin muestra una isla de piedra con túmulos y cipreses. Una barca está a punto de arribar allí, y dentro de la misma van el barquero y una figura envuelta en un sudario. Descubrí esta pintura terrible hace años: oyendo la composición de Rachmaninov del mismo título; la portada del disco era aquel cuadro. No puedo olvidar, en este recorrido apresurado y torpe por mis terrores pictóricos, numerosas composiciones de Caravaggio, artista siniestro que aterroriza con sus calaveras, cabezas cortadas, facciones grotescas y juegos de sombra. El poder de estas pinturas, del terror en el arte, es que le hechizan a uno, le obligan a no apartar los ojos, le dan una idea del abismo, del infierno, de las pesadillas.

sábado, marzo 18, 2006

Pop joven (La Opinión)

Hoy les quiero presentar a un grupo musical nuevo, aún cachorro pero ya con experiencia. Son zamoranos, por supuesto. Porque la provincia irá perdiendo habitantes cada año, y posibilidades, y futuro, y continuará sufriendo zarpazos, pero no deja de aparecer gente con talento en diversos artes y oficios. Con talento y con ganas. Lo que sucede es que a esta gente no la sabemos aprovechar, y al final se marchan o se quedan y desisten. En este problema tiene tanta culpa el público como los señores del Ayuntamiento: el primero por no enterarse o por pasar de todo; los segundos por su evidente falta de apoyo, pues se les da una higa que les vaya a pedir ayuda un chaval que quiere rodar un corto, un grupo que quiere tocar en las fiestas o cualquier tipo con una idea fresca y novedosa entre las manos. Al final siempre hay una negativa o un aplazamiento. Cada vez que cuento cuatro cosas de los músicos de la ciudad desmiento esa mala imagen que se ha pegado a la cabeza de nuestros mayores, respecto a su visión de la juventud: los chicos no sólo van de botellón, también les salen inquietudes por las orejas; pero casi nadie les da una oportunidad.
Apuntaba que es un grupo cachorro con experiencia, entendiendo por esto que la formación completa y actual, y el nombre, nacieron en septiembre del año pasado. Pero tres de sus componentes llevaban un tiempo trazando la ruta de sus canciones. Se llaman Miescondite (así, todo junto, formando una única palabra con gancho). Tocan pop. Escuchar rock le da a uno fuerzas; escuchar pop le proporciona a uno vitalidad. Dice un amigo mío que, cuando se entra a un garito y suena una canción pop, dan ganas de bailar, de abrazarse al personal, de brincar de alegría. El origen de Miescondite reside en el grupo Nihil, que estuvo años tocando en festivales alternativos y bares hasta su disolución en el dos mil cinco. Este grupo nuevo lo forman Luis Ramos (guitarras y voz: no confundir con el poeta y cantautor del mismo nombre) y Rodrigo Segurado (guitarras y coros), ambos de Nihil, a quienes se sumaron Iñaki Gómez (bajo y coros) y César Serrano (batería). Sus caras les sonarán del pub Popanrol, delante o detrás de la barra. Creo que fue el año pasado cuando, tomando algo en el Avalon, vi a los dos primeros subirse al escenario para marcarse una jam session. Miescondite, el nombre que han elegido, es curioso: suena un poco a soledad y a refugio. Por regla general los músicos suelen romperse la crisma buscando cómo llamarse. Debe ser una palabra, o varias, que les guste a todos, pero al mismo tiempo que capture la atención del público. Sacaron la palabra del título del blog de Iñaki Gómez.
Hace sólo unos meses, en enero, grabaron su primera maqueta en los estudios Valve Records: un trabajo titulado “Astral”, con cinco canciones que hablan de amor, sensaciones y desengaños. Escucho el disco mientras escribo estas líneas. La primera vez que lo puse fue en el viaje de Zamora a Madrid. Las canciones de esta maqueta me relajan, hacen que me deslice en un ensueño plácido, y son gratas compañeras de viaje, que es una cualidad esencial en los discos. Dice Iñaki que, en el directo, suenan más rápidas. Según parece, tienen un repertorio de unos catorce temas, que despliegan en los conciertos. En enero actuaron en el Avalon Café. El sábado, dieciocho de febrero, en el aniversario de la Sala Berlín, en un programa que incluyó música, monólogos y audiovisuales. Y en marzo, exactamente el próximo viernes, ofrecerán un concierto en el Numancia. Aprovechen y vayan a verlos. Se trata de pop joven, dos términos que saben a entusiasmo y a verano.

viernes, marzo 17, 2006

El cuchillo entre los dientes (La Opinión)

El miércoles por la tarde asistimos a la presentación de la última novela de Arturo Pérez-Reverte, “El pintor de batallas”, sobre la que dicen maravillas. Más que una presentación consistía en un coloquio entre el escritor y el científico José Manuel Sánchez Ron. El auditorio gigante del Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía tuvo un lleno absoluto. Había sido programado para las ocho de la tarde y a las siete ya éramos parte de una cola kilométrica. Por suerte el Museo me queda a algo menos de diez minutos de casa, andando. Ambos académicos se subieron a un escenario desnudo, salvo por los dos butacones en los que estaban sentados, una mesilla para el agua y los cuadernos, un centro con flores y un atril. Parecía una obra de teatro, un pulso entre dos actores. Hay que tener arrestos para subirse ahí y hablarle a la gente de las gradas. Tal vez sea cosa mía, pero creo que durante los primeros minutos el Capitán estaba un poco nervioso. Lo intuyo porque, tras sentarse, hizo un gesto que hacemos algunos cuando nos acometen los nervios: mantener el pie derecho apoyado sólo en la punta del zapato. Pueden fijarse en las fotos que le hicieron para la prensa. Cuando el coloquio empezó a desplegarse ante nosotros con naturalidad, él bajó el pie, puso la planta sobre la tarima, preparado para el combate, pues la vida está repleta de guerras y batallas, y lo sabe de sobra, que lo ha vivido y lo ha escrito.
Para mí Pérez-Reverte no sólo es un gran escritor y un articulista preciso, un tipo que nada el océano con un cuchillo entre los dientes mientras le rodean los tiburones y le persiguen los piratas. Para mí es el Alexandre Dumas moderno, el hombre que nos entretiene y nos instruye y nos hace soñar contándonos relatos de guerra, de amores, de aventuras, de duelos y de quebrantos. Lo que le ocurrió al principio de su carrera literaria es que alcanzó el éxito en las ventas, que es cosa que los críticos de este país no perdonan. Ahora parece que sí, que le han perdonado y hasta le aplauden y admiran. Pero le ha tocado trabajar a fondo. Sánchez Ron dijo que el editor de un periódico había comparado la carrera literaria y periodística del Capitán con la carrera cinematográfica de Clint Eastwood: los dos han ido creciendo y siempre sorprenden en sus nuevos trabajos. Las primeras filas del salón de actos estaban reservadas para invitados del escritor y para los de Alfaguara, responsable del tinglado. Varios espadas acudieron a arroparle con su presencia: Ray Loriga, Javier Marías y Agustín Díaz-Yanes (acaba de dirigir “Alatriste”, con Viggo Mortensen) aparecieron juntos; luego llegaron Juan Cruz y Víctor García de la Concha, entre otros. A media función entró Carmelo Gómez. Quiero decir que aquello abundaba en artistas a quienes uno admira.
Fue un diálogo entre la experiencia vital (Pérez-Reverte) y la teoría científica (Ron), entre la calentura de quien ha caminado entre escenarios bélicos y la frialdad de quien analiza el universo con lupa. Partían de varios cuadros, mostrados mediante una pantalla para diapositivas. Pinturas de Goya o de Brueghel, desde las que desarrollar y contraponer sus visiones. A veces coincidían. “La tuya es una visión desesperanzadora”, dijo el científico. Me gustaron las reflexiones de los dos, pero me quedo con las del escritor. Para demostrar que no sólo era un hombre sin esperanza, y que siempre lucha, contó esto (y cito de memoria, arriesgándome al error): “Cuando el cosmos te apunta en la cabeza con una pistola, tienes dos opciones: quedarte quieto hasta que te mate o echar a correr. Es una carrera de quince metros, como la de los condenados a muerte, en la que caben el amor, la lealtad, la libertad…”

jueves, marzo 16, 2006

Bret Easton Ellis (La Opinión)

Me fascina el azar. La semana pasada salió a la venta “Lunar Park”, el nuevo libro de Bret Easton Ellis. Llevaba unos meses esperándolo, y lo compré en cuanto lo distribuyeron. De Ellis sólo he leído “American Psycho”. Pero esa novela inolvidable y salvaje hizo mella en mí: estaba en el instituto y se la presté a muchas personas, incluida mi profesora de literatura; busqué las canciones que mencionan en el libro y las oí por primera vez; y su lectura tuvo cierto influjo en mi segunda novela. Sus demás obras no me atrajeron por diversos motivos. Pero creo que la verdadera razón estriba en que el psicópata Patrick Bateman tuvo tal impacto en mi generación que ya no nos interesaron los otros textos de Ellis. Acaso pensábamos que no estarían a la altura. “Lunar Park” es un caso distinto: dicen que es medio autobiográfica y medio ficticia, en sus páginas aparecen elementos sobrenaturales, y supone una vuelta de tuerca a su obra.
El lunes coloqué en mi mesilla “Lunar Park”. Decidí que sería el libro que iba a empezar a leer el miércoles, cuando terminara otro que tenía entre manos. El miércoles iba a quedar con un amigo a quien debía un regalo. De modo que, la tarde del martes, en torno a las ocho, me fui aprisa a la Fnac. Iba pensando en pillarle un cómic y alguna novela. En el metro, sin embargo, me dije: “Sería conveniente comprarle algo difícil de encontrar; algún ejemplar raro que sólo se pesque en librerías de viejo”. Pero éstas, supuse, habrán cerrado. En el último piso de la Fnac empecé a buscar narrativa. Junto a la primera mesa de novedades, de pie, estaban una guardia de seguridad, un policía y un fulano trajeado y con cara de pocos amigos. Vigilaban. Me dio por fantasear: quizá haya un chiflado y han venido a detenerlo. Reparé en un puñado de personas, haciendo cola. Al principio de la cola vi a un caballero elegante y de facciones anglosajonas; su cara me resultaba familiar. El hombre, sentado a una mesa, firmaba ejemplares al personal. Seguro que es uno de esos pelmazos ingleses que han concebido el enésimo refrito de “El Código DaVinci” y “El nombre de la rosa”, pensé. Una estrella fugaz. Me alejaba hacia otra sección cuando reparé en que quienes ansiaban su autógrafo llevaban bajo el brazo “Lunar Park”. Retrocedí hasta el cartel. “Hoy. Firma de ejemplares. Bret Easton Ellis”. Maldije haberme comprado ya su último libro. Luego se me ocurrió que sería el regalo perfecto para mi colega: la rúbrica de una leyenda contemporánea.
Cogí “American Psycho”, e hice cola, y pude analizar la estupidez humana: algunos idiotas se ponían a la cola sin conocer la identidad del firmante. Un señor se acercó a hacerme preguntas: “¿Dónde puedo encontrar los libros de ese hombre?, ¿qué tipo de obras escribe?, ¿de qué tratan?” Quise responderle: “Oiga, no tengo la gorrita de encargado, déjeme en paz”. Pero contesté: “Es Bret Easton Ellis. Busque en autores extranjeros, en la E. Escribe novelas. Mire, allí encima tiene la última”. Patético. En la mesa, junto al escritor, había una chica; escuchaba los nombres españoles, los escribía en un cuaderno a rayas y se los mostraba a él. Yo dije “Hola” y “Es para Jorge” y, tras la firma, solté un fofo “Thank you”. “Thank you very much”, contestó él, sonriendo. Ellis, virtuoso retratista del lado oscuro de la alta sociedad yanqui, es un individuo largo, de rostro amable y travieso, algo envejecido a pesar de sus cuarenta y dos años, un tío en cuyos ojos se descifra que ha soportado la fama, el escándalo, la pérdida, el alcohol y las drogas, el éxito temprano, pero ha sobrevivido para contarlo mediante la literatura. Desprende magnetismo, me dije. Vestía un traje negro sin corbata y utilizaba una pluma negra. Escribió: “To Jorge. Best Wish. Bret Easton Ellis”.

miércoles, marzo 15, 2006

Para que esto no caduque (La Opinión)

Mientras otros, generalmente políticos, se llevan los laureles y la fama, en la provincia hay unos cuantos zamoranos casi desconocidos que continúan arrimando el hombro. Es gente anónima, o de la que sólo sabe uno si frecuenta ciertos círculos o si conoce a alguien que lo haga. Se puede luchar de muchas maneras en tu ciudad. Y una de ellas es apostando por la música y por lo joven. Me van a permitir que hoy les hable de una de esas personas: de Álvaro de Paz Barrio, un tipo del que podríamos decir que, si no existiera, habría que inventarlo (esta frase es muy típica, pero sirve para lo que queremos mostrar). Puede que lo conozcan del Avalon Café, su garito de la Calle de San Andrés, esa especie de galeón musical y club tabernario donde siempre se siente uno a gusto, ya sean las ocho de la tarde o las dos de la madrugada. Pero aquí deberíamos llamarlo Alvarito, que es como se le conoce. Una vez pregunté a Quique, gurú gastronómico del Bayadoliz, cómo se apellidaba: “Es para sacarte en un artículo y no sé cómo ponerte”. Me respondió, con su natural desparpajo: “Bah, ponme como te dé la gana”. En Zamora hay personas a las que todos conocemos sólo por su remoquete y, si decimos el nombre que viene en el carnet de identidad, la gente se despista, y ya no sabe de quién estás hablando. Ocurre lo mismo con los futbolistas.
Apuntaba que Álvaro arrima siempre el hombro. No se trata del clásico tipo al que le vas con varias ofertas e iniciativas y las rechaza una tras otra con excusas endebles. Es abierto, y esa mentalidad es imprescindible en una ciudad que se cae a pedazos cuando sacamos a colación los temas del trabajo y del futuro. En su local se celebran muchos conciertos, y él ha logrado una programación astuta y elegante que mantiene el equilibrio entre los grupos inéditos y los célebres, entre las bandas de fuera y las de la tierra, entre la vanguardia y la modernidad. Apuntemos que el suyo es uno de los pocos sitios donde las bandas zamoranas pueden tocar aún. Me cuenta un amigo mío, solista versado en este panorama y en muchos otros, que los grupos y los bares se encuentran con los problemas habituales: la inversión económica en cada concierto, el riesgo de que aparezca la policía y clausure la actuación y añada una receta, la incultura y la ignorancia musical. Son sus palabras: hay que pagar al técnico, al equipo, al grupo y, a veces, la multa. Álvaro, aparte de su apoyo diario a estas citas, tiene un estudio de grabación, masterización y montaje de audio llamado Valve Record, ubicado en el Complejo San Jerónimo del Barrio del Sepulcro. Con lo cual dispone del técnico y del equipo necesario para los conciertos. En el Café vende las maquetas, y pincha las canciones de otros músicos de la provincia, hayan grabado o no con él. De esta manera sus parroquianos vamos aprendiendo un poco a amaestrar el oído, para que practique lo de identificar a los nuestros. En otros sitios prefieren poner pachanga, éxitos pasajeros y remix de basura. Con su pan se lo coman.
Todo esto que cuento aquí son ventajas y ayudas. Para la ciudad, para la gente, para que no muera la oferta musical, para que la armonía nocturna funcione. He querido hablar de su cometido porque es frecuente que su nombre salga a relucir cuando converso con músicos: “Tocamos el jueves en el Avalon”, “Hay que darle las gracias a Álvaro”, “Grabaré con Álvaro, el del Avalon”. Como él, en la ciudad resisten unos cuantos, como si fueran galos que no se dejan abatir por la falta de perspectivas de la provincia. Luchan para que esto no caduque.

martes, marzo 14, 2006

Recomendación: Pobre cabrón, de Joe Matt



Esta es una novela gráfica que nadie debería perderse. No me reía tanto con un cómic desde mis tiempos de Mortadelo y Filemón: a carcajada limpia.

Joe Matt habla de sí mismo y de sus circunstancias: es un dibujante neurótico, maniático, egoísta, obsesionado con un modelo específico de mujer, incapaz de mantener una relación. Se pasa los días comiéndose la cabeza acerca de las chicas, pero nunca consigue llevarlas a la cama ni salir con ellas. Cuando por fin logra una cita no se atreve a besarlas; cuando se atreve a besarlas le rechazan, argumentando que, de momento, sólo hay amistad entre ellos; sus conocidos se cabrean porque los va sacando en un tebeo autobiográfico; no gana mucho con sus viñetas, pero sí lo suficiente para no tener que afrontar un trabajo de ocho horas. Vencido, su actitud consiste en regresar a casa después de las calabazas y masturbarse.

Matt, en la estela de otros grandes del cómic underground, como Robert Crumb, hace su propio retrato, pero en él vemos algunos de nuestros rasgos y de nuestras señas. En el fondo así somos los hombres, parece decirnos.

Piedra y soledad (La Opinión)

Estuve un día y medio en Zamora, respirando ese aire fresco de las ciudades con menos agobios y menos polución. Hay una cosa que se agradece mucho cuando uno camina por allí, y de la que sólo ahora me doy cuenta: ir topando, durante un paseo, con las fachadas de las iglesias. No tengo la costumbre de entrar a los templos; no necesito su interior, pero sí sus exteriores. Necesito, de vez en cuando, detenerme en ese espacio de luz y piedra y mirar arriba, hacia el campanario y el nido de las cigüeñas. Un señor va andando y encontrándose con viviendas, cafeterías y museos, y de pronto se tropieza con una iglesia, lo cual supone un respiro para la vista. Esto no me parece tan fácil en Madrid, donde no topas con las iglesias, sino que tienes que ir a buscarlas. Aproveché para ver la obra de construcción de pisos junto a la Iglesia de San Isidoro. No nos equivocábamos: están haciendo un churro, aunque sea un churro para ricos. Han constreñido el templo por un lado, de tal manera que uno sale por la puerta y casi se da de narices con estos edificios nuevos. Me asomé al pasillo que están dejando junto al mirador: es un mirador con vocación nocturna de alfombra para echar una meada, una vomitona o un polvo urgente. A San Isidoro le sobra este mamotreto de ladrillos que le están metiendo con calzador; visualmente le molesta tanto como nos incomoda a nosotros que se nos meta un trozo de carne entre dos muelas. Fiel a mi costumbre, al caer la noche del sábado fui a oler el río y a observar el espejo de luna y tiniebla que forma en alianza con los focos que iluminan el Puente de Piedra.
El inconveniente de mi visita fue que, de paso por la Plaza Mayor el viernes a las once de la noche, tuve la sensación de que estábamos a martes. Poca gente por la calle, los bares vacíos, la atmósfera helada y la plaza marchita por la soledad, como si fuera un perro abandonado en el arcén de una carretera solitaria. Al día siguiente tuve que hacer un viaje a Salamanca y daba gusto detenerse en la plaza que allí tienen: turistas, vecinos, colores, vida. Había un bullicio matutino que yo desearía para mi ciudad. Tenemos una Plaza Mayor desaprovechada; acaso se deberían colocar más bancos en medio, bancos portátiles para poder quitarlos cuando hay procesiones, cabalgatas y carnavales. En Salamanca, en cada banco frente al Ayuntamiento el personal crece alrededor como si fueran champiñones.
El sábado leíamos la noticia: cuando la Semana Santa entre en el calendario se paralizarán las obras de Santa Clara. Habrá parte de la calle terminada y la otra parte sin terminar, que es como suelen hacerse las cosas en política, o sea, a medias. Me pregunto qué pensarán los turistas cuando pasen por allí haciéndose la foto o buscando un hueco para no perderse la procesión. El ex teniente de alcalde fue aún más listo de lo que pensábamos: sale del cargo antes de que caiga el chaparrón y, así, se ha ido a comer chuletones a otra parte, aunque permanezca en el Ayuntamiento de actor secundario. Delante del Teatro Ramos Carrión ya han puesto el cartel que anuncia las obras. Lo cual no significa gran cosa, por supuesto. Me entero de que habrá, también, un paréntesis en la ejecución de trabajos en La Catedral, para Semana Santa. De modo que la ciudad seguirá estando a medio hacer, como ocurre con Madrid, donde vemos tantas obras empezadas y tan pocas terminadas. Pese a todo lo escrito atrás, pese a esa suma de escollos (calles en soledad, clima helado, obras mal hechas o en fase de desarrollo), nada me impide disfrutar de la ciudad y del calor entrañable, hogareño, balsámico, que nos transmite a quienes hemos vivido allí.

lunes, marzo 13, 2006

Recomendación: Regreso a Barrow, de Steve Niles y Ben Templesmith



Regreso a Barrow es la tercera y, por ahora, última parte de 30 días de noche y Días oscuros. Como su título indica, la acción vuelve a trasladarse al pueblo que atacaban los vampiros en la obra original. Los protagonistas son diferentes: un nuevo policía, su hijo y un par de ayudantes. Leída ya la trilogía me parece mejor el segundo capítulo, en cuanto al guión. Pero, sin duda, los dibujos más siniestros son los que muestran la oscuridad de Barrow. El mundo de los autores, Niles y Templesmith, siempre remite a nuestras más siniestras pesadillas.

Confesores (La Opinión)

Algunos días llaman al timbre y aparece por casa un técnico, y un electricista, y un experto que envían de la tienda a arreglar un chaperón o a montar unas puertas que estaban mal resueltas, según. Lo primero que me preguntan es si pueden pasar. Claro, adelante, pase. Luego dicen que sienten el retraso, que me avisaron que vendrían a una hora y han llegado cuarenta y cinco minutos tarde. Me explican algo que sé de memoria: es imposible conducir por este barrio, no hay quien encuentre un hueco para aparcar, he dado vueltas durante media hora, tuve que dejar el coche muy lejos y venir empujando la carretilla, etcétera. No se preocupe, suelo decir a cada uno; lo entiendo, y me conozco lo difícil que es dejar el vehículo en estas calles.
Luego les conduzco a la habitación donde van a trabajar. En los últimos meses he visto de todo: jóvenes amables y versados en informática, individuos que no logran solucionar lo que dejaron mal puesto, tipos que apenas son capaces de sumar dos y dos, operarios que al terminar la tarea me piden una escoba para barrer los desperdicios, hombres de pelo blanco que me tratan de usted (envejeciéndome con el trato). Nunca veo a mujeres. Es oficio de hombres, por mucho que hablemos de la revolución femenina y todo eso. Al final quien te pone las puertas y las persianas, los cajones de la cocina, el espejo del armario, la conexión a la red, suele ser un hombre. He descubierto, además, que quienes tienen menos de treinta años no han sido contaminados aún por la tacañería. Pervive en ellos la ingenuidad, y esa solidaridad propia de quien sabe cómo está el percal hoy día, lo cual se agradece. Mira, me cuentan, este fallo lo solucionas apagando y encendiendo el botón ese, pero si llama la empresa y te pregunta no digas que he venido, porque por esta bobada te van a clavar cincuenta o sesenta euros y no merece la pena. Muchos de ellos son conscientes de estar trabajando para negocios donde te hacen la ley y la trampa. Y por eso te echan un cable.
Cuando empiezan a trabajar elijo una de estas dos opciones: me voy al cuarto de al lado y les digo que me llamen si hay algún problema, o me quedo a ver lo que hacen e intento aprender algo. La escritura es un oficio ebrio de soledades. Siempre está uno solo y no habla con nadie, salvo, interiormente, con la pantalla que ofrece el simulacro de folio en blanco. Las mañanas, y parte de las tardes, soy un solitario unido al teclado. Por eso lo normal sería que, en cada una de estas apariciones de los técnicos, me pusiera a rajar con ellos como un condenado, diciendo esto y lo otro. Contándoles lo que sea, pero hablando. Sin embargo, son ellos quienes me eligen a mí para sus confesiones, y no al revés. Me quedo en silencio y asiento cada diez segundos. Lo cual demuestra que todos necesitamos, al menos, un oyente al día. Pienso en esa película, “Náufrago”, en la que un hombre atrapado en una isla desierta, para calmar la soledad, conversa con una pelota a la que le ha puesto ojos y boca. Estos visitantes hablan de diversos temas, aunque predominan los aspectos técnicos de su profesión. Dan consejos respecto a la compra de un ladrón nuevo, o sobre la limpieza de un mueble, o endosan en su cháchara algunos trucos informáticos. Existen personas a las que, cuando llega un obrero o un vendedor de enciclopedias a sus casas, las invitan a pasar y las utilizan de oyentes para sus cuitas, aunque al final no compren nada. Otras veces la situación es la inversa, y ahí tiene uno al técnico pegando la hebra sin parar. Me sucede, además, con los taxistas; unos cuantos no hablan ni por consejo médico, pero otros te cuentan dónde viven, o cómo es tal o cual barrio. Necesitan confesores. ¿Y quién no?

domingo, marzo 12, 2006

Mapa de sonidos (La Opinión)

Si hace buen tiempo, como en el momento en que escribo estas líneas, debe uno abrir la ventana y escuchar los sonidos del exterior. No se trata de salir al balcón ni de asomarse afuera. Sólo escuchar, pues las calles tienen su propio idioma y, al intentar oír lo que dicen, uno puede componer el mapa de sonidos de una ciudad. En Madrid, al menos en el barrio pendenciero y racial en el que vivo, suena casi siempre la misma serenata, esto es, la canción alarmista de las sirenas, urgente y repetitiva y molesta como un tema de la tuna. Las sirenas de la policía, de los bomberos, de los sanitarios, se unen en el aire y nos dan un conglomerado de timbres que nosotros traducimos en tragedia. Suenan y pensamos: arde un edificio, un señor ha matado a alguien, hay peleas en algún tugurio, un chaval se desangra tras puñalada traidora en el abdomen, y cosas así. Siendo niño, y cuando me traían a esta ciudad ruidosa y temible como un titán de acero y cristal, pasaba las noches de dos maneras: o en las casas de los familiares o en los cuartos pequeños e inhóspitos de los hoteles. En esos hoteles la habitación la ocupaba siempre esa canción nocturna de cuna: el lenguaje nervioso de las sirenas. Para mí, entonces, Madrid tenía letra de tango con navajeros y con asuntos resueltos a tiros. Notaba, por culpa de las sirenas, el aroma del peligro envolviendo la ciudad. Al idioma sonoro que escucho en la actualidad se le añade la música rifeña saliendo de las teterías, que me entusiasma (salvo que al dueño le de por ponernos el disco treinta veces seguidas, lo cual ocurrió una tarde y casi aprendo árabe de tanto oír lo mismo); y se le añaden las discusiones, los enigmas verbales de los borrachos de veinticuatro horas y siete días a la semana, la jerga sucia y montaraz de los camellos, el júbilo de guitarras y timbales de los jóvenes en la plaza, y alguna vecina en bronca con otra mujer, y el ladrido de un par de perros.
En Salamanca abría la ventana y me llegaba otra letra: la de una ciudad culta, alegre y juvenil. Pero esto era un engaño porque uno sólo estaba allí durante el curso, y sólo en esos meses es cuando se oyen diálogos de estudiantes, salvas ebrias de quienes hacen botellón, el jaleo habitual del tráfico de un lugar pequeño, el jolgorio de las excursiones de chavales atravesando las calles y visitando los edificios emblemáticos, y a veces las frases sueltas de los ingleses y de los alemanes con beca.
Me dirán que también depende de la zona o barrio en los que uno viva. Tendrán razón, por supuesto. Pero es que aquí no pretendo revisar el idioma sonoro que le llega a todo el mundo, porque en principio eso es imposible. Hablo de lo que a mí me entró en los oídos. Tanto en Zamora como en Salamanca he vivido en varias casas y en muy distintos barrios. Lo que uno oye al abrir las ventanas de su cuarto en Zamora suele ser pausado. Si es verano se escucha con claridad el canto de los pájaros. Se escucha la respiración sosegada de una ciudad que procura esquivar las prisas, que no está acostumbrada a las tragedias ni a las sirenas ni a los helicópteros sobrevolando los tejados, y se escuchan las bocinas de los coches cuando el tráfico es lento y hay atascos y el personal pierde los papeles, y se escucha el griterío de los niños cuando salen de los colegios. Lógicamente en Semana Santa la canción varía, y la ciudad habla otro idioma: conversaciones de miles de ciudadanos y turistas, melodía de tambores y trompetas, y cierto alboroto emocionado en el aire. Aquí, en Madrid, durante las vacaciones las calles suenan igual (o con más sirenas), o eso me ha parecido. El carnaval no trajo otra música que la habitual. El nivel de ruido cambia poco.

sábado, marzo 11, 2006

El cronista de los suburbios (La Opinión)

Sabía que iban a publicar, a principios de año, los cuentos completos de John Cheever. La otra tarde estudiaba, un poco aburrido, las mesas de novedades de una librería cuando los vi, como oasis en un desierto de morralla y frivolidades: dos tomos flamantes, nobles y voluminosos, suaves al tacto, dotados de cubiertas con una blancura envidiable (la blancura que todos quisiéramos tener en nuestros dientes, en nuestros corazones y en las portadas de nuestros libros). "Relatos", se titulan ambos. En la portada del primero hay un dibujo de una jaula abierta con un pájaro dentro; un pájaro amarillo. En la portada del segundo hay un dibujo de una maleta surtida de pegatinas y sellos; una maleta naranja. En el fondo ha sido una faena que los publicaran en dos partes: significa que uno se gasta el doble de dinero. Pero merece la pena, es una satisfacción para nosotros, los lectores de Cheever.
Según cuenta Rodrigo Fresán, quien se ocupa de las ediciones de su obra en Emecé, en el setenta y ocho se publicó "The Stories of John Cheever". Aquello supuso el paso a la gloria para su autor: a sus pies se rindió la crítica y el público. Tenía la portada en diversos tonos de rojo, con la sombra de una C mayúscula tras el título. Y un prólogo de su cosecha, incluido en la versión española. Lo llamaban "El Gran Libro Rojo", apunta Fresán. Si no he contado mal hay sesenta y un cuentos. He leído muchos de ellos, y son auténticas maravillas. No ahora, que acabo de adquirir los ejemplares, sino en otras ediciones. Mi primer contacto con la prosa de Cheever fue en alguna librería de viejo, o en una feria del libro de ocasión. Cogí los relatos de "El nadador" y la novela "En la cárcel de Falconer" (reeditado hoy como "Falconer"). Eran ediciones distintas y baratas. Libros olvidados, reliquias que hedían a papel viejo. Me gustó el primero, pero no tanto el segundo. Sé que es pecado y lo admito: prefiero el Cheever de los cuentos; el de las novelas me interesa menos. Meses atrás leí "Esto parece el paraíso", que, aunque contiene párrafos admirables, me supo a poco. Fresán también nos dio hace años la antología de historias cortas titulada "La geometría del amor". La edición era impecable, con una fotografía del escritor en portada, una imagen en blanco y negro en la que aparece Cheever con cara de pájaro de ojos cansados y luchadores, junto a las vías del ferrocarril. La traducción de esos dieciocho cuentos es distinta a la de "Relatos". Aún no sé cuál de las dos resulta más acertada.
En mi biblioteca no faltan sus "Diarios". Todavía no los he leído, aunque a veces abro el libro al azar y ojeo reflexiones. Me ocurre con mis escritores favoritos: aplazo siempre alguna obra para que en el futuro exista el placer de la lectura del último de los textos que desconozco. Tendrán que rodar una película sobre su vida para que el público compre sus cuentos. Fue un analista feroz de los suburbios, y su personalidad no escatimaba en complejidades: bisexual, alcohólico, amargado, depresivo, mezquino, solitario. La suya era una personalidad atormentada, y así sucede con los grandes artistas (no veo síntomas de tormento en las letras de Gala o la Etxebarría, por citar ejemplos). Suele arrancar con principios simples y luminosos: "Esto lo escribo en otra casa de campo a orillas del mar, sobre la costa. La ginebra y el whisky han marcado anillos en la mesa frente a la cual me siento. Hay poca luz". La lectura de sus cuentos induce a la ebriedad literaria. El los escribió con el vaso de whisky a mano y nosotros nos dejamos llevar, mecidos en la balsa de su prosa. Como su famoso nadador, en esa travesía de piscinas que tiene regusto onírico y metafórico.

viernes, marzo 10, 2006

La competición (La Opinión)

El acontecimiento de estos y de los próximos días va a ser el macrobotellón de Madrid, convocatoria multitudinaria a la que se han ido sumando chavales de otras ciudades mediante mensajes de móvil y correos electrónicos. El aviso no me ha llegado por ninguna vía porque, entre otras cosas, en mí la juventud ya sólo es una sombra que se evapora. Lo de este botellón a escala gigante es una fiesta para competir. Alguien ha pensado: veamos si somos capaces de reunir más personal que en Sevilla. El caso es que todo el mundo está escandalizado, las autoridades se llevan las manos a la cabeza, en las columnas de los periódicos se exhorta a prohibirlo, y el gallinero está revuelto. Un escándalo, oiga. Yo incluso estoy pensando en mandar hacer un traje para rasgármelo; para rasgarme las vestiduras, digo. No estoy en contra del botellón, pero tampoco a favor. Incluso si la cita fuera a las puertas de mi casa no me asustaría: veo botellones a diario, sólo que no son chavales quienes beben, sino alcohólicos de cincuenta años e indigentes que duermen sobre el suelo, tapados con trapos y cartones.
Digo que no estoy en contra porque, si el problema es el alcohol, como dice la Ministra de Sanidad, dicho problema se da todos los fines de semana en las discotecas, los bares, los parques y los pisos de estudiantes. La gracia del asunto es que se arma la gorda cuando los chavales quieren chupar del frasco en la calle, pero no cuando lo hacen en un garito o se meten rayas en los servicios. Ya saben: el caso no es fumar o beber, sino el lugar donde fumas o bebes. Esa hipocresía, probablemente, empuja a que los muchachos quieran celebrar la primavera en mogollón y con litronas.
Pero también he apuntado que no estoy a favor. Me explico. La idea que tengo de los botellones (de los que hice antaño) es distinta: una reunión de cuatro amigos en algún parque, o en un bosque, bebiendo un whisky que no es de garrafón y charlando mientras cae la luz de la luna sobre las cabezas, y huyendo de los ruidos, de la algarabía propia de las discotecas, del bullicio, de las peleas y de los empujones. Una reunión tranquila, pero más barata que si uno se fuese a un garito. En aquel entonces era normal: no teníamos un duro y tampoco una casa para juntarnos. Una reunión contraria a lo que sucede hoy en tantos pubs: la otra noche, por ejemplo, me largué asqueado de un bar madrileño; estaba lleno de gente que le pisaba a uno, se le caía encima, se chocaba sin querer, se le apretujaba contra el cogote; me sentí como si estuviese en la última fase de hundimiento del Titanic. Por eso un botellón en el que, en vez de cuatro amigos, haya cuatrocientos mil fulanos bebiendo hombro con hombro no me gusta un pelo. Basta con hacer cuentas: la suma de alcohol, adolescencia, desconocidos, inexperiencia con la botella y ganas de armarla sólo da problemas, rotura de caras y costillas, comas etílicos, mucho ruido y una montaña de basura en la calle. El botellón que a uno le gusta es ese en el que, al final, te vas de allí abrazado a tu panda, en plena exaltación de la amistad y sin armar broncas ni romper farolas. No tienes cerca a un ganapán que no conoces y a quien, si le pisas por descuido un callo del pie, te arma la de Troya. Participo en uno de esos botellones al año, el único, con mucha menos gente; y es un calvario tener a tantos tipos extraños y pendencieros cerca. Porque algunos, con dos copas encima, parecen salidos de la berrea. Creo que el asunto del próximo viernes se ha hinchado en los medios. Lo más dañino para fomentar ciertas actitudes, ideologías y costumbres es la publicidad; y las prohibiciones. Si esta especie de provocación etílico-festiva no tuviese respuesta, si no hubiera escándalo, quizá ni la convocarían.

jueves, marzo 09, 2006

Contactos (La Opinión)

Ha vuelto al ruedo político. Él: José María Aznar, ex presidente y orador en inglés, ha regresado para echar unos discursos en la convención celebrada en Ifema. Pero lo cierto es que nunca se fue: su sombra siempre ha planeado sobre su partido y sobre su actual candidato, como suelen hacerlo las sombras de los ex presidentes cuando dejan el cargo. Nunca se fue, para alivio de las señoras que le votaban y lo veían como el tío bueno del PP: o al menos eso le gritaban antaño en mitad de sus discursos. El otro día Aznar pretendió dar una imagen juvenil, fresca, lozana, saludable, desenfadada: sale en una foto sentado en el suelo, junto a un sonriente Rajoy, azote de rojos y registrador de la propiedad, tal que si estuvieran los dos viendo la enésima edición del concierto de Woodstock. Les faltan las chapas pacifistas, la cinta sujetando el pelo y una guitarra para los intermedios. En cambio, llevan traje y corbata, y quizá por eso no se han puesto ese sello característico de los pijos universitarios que es el jersey de pico encima de los hombros. Admitamos que la foto no es seria, principalmente cuando detrás de ambos se ven dos butacas vacías con sus respectivos nombres. Podían haberse sentado con el resto, pero hubieran parecido del montón. Alberto Ruiz-Gallardón, alcalde de Madrid y verdugo de árboles, aplaude, y se ríe mientras los mira. Pero Ruiz-Gallardón es hombre más sensato que sus colegas y sospecha uno que en el fondo, bajo la máscara humorística, se está muriendo de vergüenza al comprobar la actitud de sus jefes, quienes recuerdan a dos colegialas que no se han depilado el bigote.
Esta fue una de las entradas triunfales de Aznar, la más cachonda o simpática (debería poner esta última palabra entre comillas). Pero luego hubo otra: su discurso negando sus antiguas negociaciones con los etarras. Grave error, y se ha cubierto de gloria: la gente se ha apresurado a bucear en las hemerotecas, y le ha sacado los colores al partido (no a él, que se le da una higa) al mostrarnos viejas imágenes de sus declaraciones en la radio, en la televisión y en los periódicos. Ojo, no crean que sólo se han exhumado los titulares de noviembre del año noventa y ocho de El País: también los de Abc y El Mundo entrecomillaban lo que dijo entonces. En esos días un Aznar con el pelo menos negro que ahora, pero con el mismo aire de sospecha en los ojos, apuntaba que iba a autorizar “contactos secretos” con el entorno de la banda terrorista. Incluso se refirió “al llamado Movimiento de Liberación Nacional Vasco”. Por supuesto, desde el Partido Socialista, como hace ahora el Partido Popular, se quejaban de no haber sido consultados. Según un titular de Abc, sin embargo, los socialistas no cuestionaban la iniciativa de fondo, sino las formas.
El discurso de Aznar en la convención ha servido, además, para darle ánimos a Rajoy. Quien escribiera la soflama que él leyó ha demostrado que el jabón en la espalda es importante para que uno no se hunda. Pero sonó un poco a lástima, como si el líder actual del partido diera pena y Aznar, sabiendo que el de la barba nunca estará a su altura, procurase darle unas palmadas de aliento en el brazo. Volviendo a si Aznar contactó o dialogó con los terroristas, debemos darle una oportunidad al hombre: ya saben que la memoria nos juega malas pasadas a todos, y que uno puede cambiar de opinión de un día para otro. Sucede a menudo con algunos entrevistados, que en plena entrevista se les enciende la boca y al día siguiente, cuando leen lo que el reportero transcribió de su grabadora, llaman por teléfono para decir: “Oiga, que yo no he dicho eso”. Pues lo mismo con Aznar. Es un suponer.