Estuve un día y medio en Zamora, respirando ese aire fresco de las ciudades con menos agobios y menos polución. Hay una cosa que se agradece mucho cuando uno camina por allí, y de la que sólo ahora me doy cuenta: ir topando, durante un paseo, con las fachadas de las iglesias. No tengo la costumbre de entrar a los templos; no necesito su interior, pero sí sus exteriores. Necesito, de vez en cuando, detenerme en ese espacio de luz y piedra y mirar arriba, hacia el campanario y el nido de las cigüeñas. Un señor va andando y encontrándose con viviendas, cafeterías y museos, y de pronto se tropieza con una iglesia, lo cual supone un respiro para la vista. Esto no me parece tan fácil en Madrid, donde no topas con las iglesias, sino que tienes que ir a buscarlas. Aproveché para ver la obra de construcción de pisos junto a la Iglesia de San Isidoro. No nos equivocábamos: están haciendo un churro, aunque sea un churro para ricos. Han constreñido el templo por un lado, de tal manera que uno sale por la puerta y casi se da de narices con estos edificios nuevos. Me asomé al pasillo que están dejando junto al mirador: es un mirador con vocación nocturna de alfombra para echar una meada, una vomitona o un polvo urgente. A San Isidoro le sobra este mamotreto de ladrillos que le están metiendo con calzador; visualmente le molesta tanto como nos incomoda a nosotros que se nos meta un trozo de carne entre dos muelas. Fiel a mi costumbre, al caer la noche del sábado fui a oler el río y a observar el espejo de luna y tiniebla que forma en alianza con los focos que iluminan el Puente de Piedra.
El inconveniente de mi visita fue que, de paso por la Plaza Mayor el viernes a las once de la noche, tuve la sensación de que estábamos a martes. Poca gente por la calle, los bares vacíos, la atmósfera helada y la plaza marchita por la soledad, como si fuera un perro abandonado en el arcén de una carretera solitaria. Al día siguiente tuve que hacer un viaje a Salamanca y daba gusto detenerse en la plaza que allí tienen: turistas, vecinos, colores, vida. Había un bullicio matutino que yo desearía para mi ciudad. Tenemos una Plaza Mayor desaprovechada; acaso se deberían colocar más bancos en medio, bancos portátiles para poder quitarlos cuando hay procesiones, cabalgatas y carnavales. En Salamanca, en cada banco frente al Ayuntamiento el personal crece alrededor como si fueran champiñones.
El sábado leíamos la noticia: cuando la Semana Santa entre en el calendario se paralizarán las obras de Santa Clara. Habrá parte de la calle terminada y la otra parte sin terminar, que es como suelen hacerse las cosas en política, o sea, a medias. Me pregunto qué pensarán los turistas cuando pasen por allí haciéndose la foto o buscando un hueco para no perderse la procesión. El ex teniente de alcalde fue aún más listo de lo que pensábamos: sale del cargo antes de que caiga el chaparrón y, así, se ha ido a comer chuletones a otra parte, aunque permanezca en el Ayuntamiento de actor secundario. Delante del Teatro Ramos Carrión ya han puesto el cartel que anuncia las obras. Lo cual no significa gran cosa, por supuesto. Me entero de que habrá, también, un paréntesis en la ejecución de trabajos en La Catedral, para Semana Santa. De modo que la ciudad seguirá estando a medio hacer, como ocurre con Madrid, donde vemos tantas obras empezadas y tan pocas terminadas. Pese a todo lo escrito atrás, pese a esa suma de escollos (calles en soledad, clima helado, obras mal hechas o en fase de desarrollo), nada me impide disfrutar de la ciudad y del calor entrañable, hogareño, balsámico, que nos transmite a quienes hemos vivido allí.