Los gatos gozan de una memoria prodigiosa. La suya es una memoria consistente en olores y sensaciones. Tras sustituir el ordenador viejo por uno nuevo, llevé el otro de regreso a Zamora. Todo vuelve a su origen, a su punto de partida, y los objetos necesarios en nuestra vida no son una excepción. No me refiero a cacharros que uno no echaría de menos: las cuchillas de afeitar, el secador o la tostadora. Hablo de objetos que uno añoraría, como las máquinas de escribir, los coches de segunda mano, los armarios desvencijados. Las cosas se pueden sustituir unas por otras, pero contienen cierto valor sentimental. En especial si fueron parte de nuestro atrezzo de trabajo. Por eso guardo la máquina de escribir y guardaré el ordenador viejo, que tanto ha sudado bajo mi látigo. Lo instalé en el piso familiar, y lo hemos colocado en mi antiguo cuarto, en el que duermo en mis visitas a la ciudad. Me produce satisfacción este retorno: el monitor y el pc volviendo al sitio de antaño. Es la metáfora de los zamoranos emigrados a otros pastos: cuando les salen arrugas, bastón y reuma regresan al sosiego de sus orígenes. Lo cual no significa una jubilación de la vida. El ordenador aún sirve, como sirven los ancianos aunque la sociedad pretenda desterrarlos de la noria diaria, y lo usará la familia y podré escribir allí los artículos de vacaciones.
En cuanto metí el ordenador en la habitación el gato, mi fiel felino, se apresuró a oler sus costuras y rendijas. Lo reconocía. A los animales no les hacen falta las palabras para que los entendamos. Ese es su poder, y al mismo tiempo su debilidad. Lo puse sobre una mesa idéntica a la que había tenido allí. El equipo al completo: el ratón, la torre, el teclado, los altavoces, la pantalla cabezona. Como si nada hubiese cambiado. Tras los ajustes necesarios me tumbé en la cama a descansar y a leer, que significa, a veces, lo mismo. Al cabo de unos minutos me sentí observado. Los gatos son sibilinos y silenciosos, pero podemos advertir si nos están mirando. Aparté el libro de poesía de la cara, para buscar sus ojos de seda y acero verde. El gato se había sentado en la mesa, encima de la alfombrilla y junto al ratón, muy erguido y con la cola enroscada en torno a las patas delanteras. Me estudiaba, y descubrí un atisbo de serenidad y de anuencia en su mirada, de la que se desprendía lo siguiente: “Ahora todo ha vuelto a su cauce. Ahora hay orden aquí, el orden perdido se restablece”. Parecía, además, aguardar a que me levantase y pulsara los botones del teclado. Pensé en hacerlo, en incorporarme y encender la máquina y escuchar el rugido lastimero de los ventiladores, y en escribir este artículo con el felino haciéndome compañía, en su faceta de copiloto que apacigua y relaja. Lo hubiese hecho, pero era muy tarde, acababa de llegar de viaje y, al día siguiente, tocaba madrugar para ser miembro del jurado en un premio literario. No parecían las condiciones adecuadas.
Viendo al gato pensé en todos los animales que están abandonando o matando estos días, con el asunto de la gripe aviar. Cuando el abuelo envejece, la familia lo confina a un asilo; cuando enferma, lo manda al hospital. Si las mascotas envejecen o enferman se las sacrifica o se dejan en la calle, a su fortuna. El hombre moderno no hace sino huir de la enfermedad y de la muerte, de lo viejo y lo usado. Quiere librarse de virus y de entorpecimientos, y por eso deja en la cuneta o en una residencia al perro anciano, al gato que puede enfermar, al abuelo que chochea y al ordenador que se debilita. El hombre moderno tiene tanto miedo que rehúsa a los suyos. Tener una mascota supone un compromiso. Debemos pelear a su lado.