Hace algunos meses hablaba, en este mismo rincón, del cada vez más desolador panorama de las presentaciones literarias. Cerraba mi artículo así: “Algo habrá que hacer para despertar un poco el interés de los lectores, para que se aproximen a las presentaciones y lecturas y descubran nuevos libros. Algo habrá que hacer para llenar las butacas, pero, además, para que nadie bostece”.
Pues bien, me temo que alguien ha dado con la clave que algunos estábamos esperando: la presentación audiovisual.
Cuando, en una tarde del mes de diciembre, Nacho Fernández (el hombre que mueve los hilos de esta revista) nos anunció que la presentación de los primeros títulos de su editorial independiente, Literaturas Com Libros, sería audiovisual, pensé en un vídeo monótono, en el que veríamos al autor del libro frente a la cámara, recitando a palo seco cuanto pensaba de su obra, al estilo de esas revelaciones vergonzosas y patéticas que hacen los del “Gran Hermano” en el confesionario.
No fue así. Y debimos haberlo previsto, porque Faroni es un visionario, aunque no lo crean. El vídeo resultó ser un montaje perfecto en el que se ensamblaban palabras escritas y habladas, música relajante, fragmentos de cada libro, planos de los autores, cortes de sus declaraciones.
Es lo que tiene lo audiovisual: entretenimiento e información. Uno atendía a lo que contaba cada escritor, sin caerse al pozo del tedio. Por supuesto, también fue gracias a la agilidad del montaje. Que las editoriales no pretendan hacer este experimento poniendo al personal una cinta montada a la manera de Antonioni o Tarkovsky: no funcionaría, y es probable que los espectadores quemaran la sala en un acto de rebelión.
Es lo que tiene lo audiovisual: entretenimiento e información. Uno atendía a lo que contaba cada escritor, sin caerse al pozo del tedio. Por supuesto, también fue gracias a la agilidad del montaje. Que las editoriales no pretendan hacer este experimento poniendo al personal una cinta montada a la manera de Antonioni o Tarkovsky: no funcionaría, y es probable que los espectadores quemaran la sala en un acto de rebelión.
No hubo bostezos, la duración estuvo ajustada a la paciencia del espectador, no flotó en el ambiente esa incomodidad propia de cuando el público no se atreve a hacer preguntas y el autor se siente cohibido por el hecho de hablar ante un auditorio.
Nadie debe pensar que un vídeo aleja a los lectores del autor de la obra: los escritores, y el propio editor, estaban presentes en la sala. Si a alguien le surgía alguna pregunta, sólo tenía que acercarse y hacerla. Y charlar luego, en la sala, tomando un vino.
Creo, pues, que la idea fue un gran acierto y podría significar el futuro de las presentaciones literarias.