Un nostálgico artículo de Benjamín Charro, en este periódico, nos refería la despedida del oficio del último zapatero de Lumbrales, en Salamanca, pues se jubila. Profesión noble que incluso un hombre famoso que lo tenía todo, el actor Daniel Day-Lewis, escogió aprender en su retiro actual, lejos de las candilejas de Hollywood. Dicho artículo me ha hecho recordar esos oficios artesanos, tradicionales, pacientes, que los padres van pasando a los hijos y estos, a su vez, a los nietos de los primeros, para que no críen polvo las viejas herramientas ni se clausuren las costumbres.
De vez en cuando, en mis paseos por algunos barrios de Madrid en los que aún se perpetúa este tipo de trabajo artesanal (el del zapatero, el del escultor, el del carpintero, el del afilador de cuchillos, el del restaurador de esos libros frágiles y con un par de siglos a cuestas), he visto locales donde aún trabajan, con minuciosidad y olor a cuero, a papel, a virutas o a metal, esos hombres, de los que ya van quedando pocos. Ahora todo te lo resuelven en los grandes almacenes, y en el mismo edificio, y, moviéndote hacia arriba o hacia abajo por las escaleras mecánicas, puedes comprar la comida, hacer el encargo de que te arreglen el calzado, echar una carta certificada, probarte una camisa, pedir copia de tus llaves, llevarte libros y películas, etcétera. Por un lado nos beneficia el hecho de que, al tenerlo todo al alcance de la mano, quizá perdemos menos tiempo. Por otro lado nos perjudica, o al menos a mí me perjudica, asumir que no ofrece el mismo servicio una persona que ha mamado el oficio desde crío, gracias al magisterio de sus antepasados, que alguien a quien contratan de nuevas y que lo mismo podría estar de botones que de charcutero. En mi caso, la compra de los libros, lo noto a diario: predominan los vendedores de libros, pero no los libreros, esos hombres que saben guiarte por los anaqueles y por la historia de la literatura, y que saben dónde guardan un ejemplar de este o aquel título, y se conocen de sobra lo que exhiben en el escaparate (ya he contado varias veces, aquí, la anécdota de cuando pedí a una señorita un libro y me dijo que no lo habían recibido, y tuve que toser, carraspear, y decirle que me perdonara, pero que el libro estaba puesto en el escaparate, y ella asumió su derrota, y su descuido o su ignorancia, con una excusa banal).
Esos locales que, desde el exterior, huelen a oficio antiguo, sin duda me recuerdan a los de mi ciudad. Algunos de ellos están en la Calle de Balborraz. Fue cerca de allí, lo recuerdo ahora merced a las palabras del artículo citado al principio, donde hace muchos meses entrevisté a una pareja de tallistas, padre e hijo. Pero más bien no fue una entrevista, ese género tan formal y estipulado, sino una charla entre tres personas. Una charla en la que, más allá del currículum de ambos y de los engranajes de su oficio y del muestrario de las últimas obras para las cofradías de Semana Santa, uno notaba, especialmente, la raigambre de eso tan noble que es la transmisión de un oficio de padres a hijos, y el cuidado artesano que los dos habían puesto en el tallado de la madera desde que eran críos. Los oficios que se llevan en la sangre y se pasan de padres a hijos, o que nuestros abuelos aprendieron por su cuenta pero no pudieron transmitir a sus descendientes (no por falta de ganas de unos y de otros, sino porque todo muere, y sobre todo los oficios pacientes y tradicionales), son sin duda los mejores, los más exactos y auténticos. Permitan que, como último ejemplo, mencione a mi abuelo carpintero, fallecido años atrás, de quien a veces sospecho que por sus venas corría una sangre con aromas a barniz de la madera y a viruta fresca.