domingo, noviembre 06, 2005

Tres clases de garrafón (La Opinión)

La gran mayoría de los garitos de copas sirve garrafón al personal. Esto vale para cualquier ciudad donde ustedes vayan, pese a que digan que es un mito y haya estudios sobre el tema que aseguran no se comercia con bebidas adulteradas. Una vez un alto cargo de Zamora, si mal no recuerdo, visitó un par de pubs y dijo, a posteriori, que no servían garrafón. Ay, qué ingenuo fue por su parte: a estas alturas hay gente que aún cree en los Reyes Magos. Para saber si un bar despacha alcohol de garrafa no basta con aparecer un día, con tu traje y tu corbata y tu séquito y los reporteros detrás para hacer la foto, y beber un vaso, sino patearse los bares, acostumbrarse a la noche, saber dónde puedes pedir sin que te conozcan. Escribí el otro día que sospecho que existen tres clases de garrafón, dependiendo del garito. Que yo sepa, los bares que me gustan de Zamora no tiran de ese veneno camuflado bajo etiquetas de marca; pero también recorro, en la madrugada, locales que no me entusiasman, y ahí es donde empieza uno a aprender que es mejor tomarse una cerveza de botellín, sin adulterar y con el chapete intacto hasta que el camarero se lo quita. Si están acostumbrados a salir habrán notado el sabor del whisky, a primera hora de la noche, en algunos bares: sabe regular, pero no resulta intolerable al paladar. Es un garrafón fino, que apenas se nota, y que requeriría de expertos catadores, como los enólogos, pero respecto al garrafón. Necesita uno no haber bebido nada antes, no ir perjudicado ni con la lengua muerta, y entonces lo advierte: por debajo de la Coca-Cola se percibe que algo va mal.
Otra clase de garrafón es el que encontramos en algunos pubs, de esos que se pisan a partir de las tres o cuatro de la mañana. Aquí los licores, si uno va sereno, saben a rayos. Pero se pueden tomar si a uno le da igual o le duele que le hayan estafado y, como reparación absurda a la ofensa, decide ingerirlo. Lo habitual es que, quien aún tenga el paladar vivo a las cuatro de la madrugada, repita un gesto que consiste en echarle cada poco unas gotas de refresco al vaso, para aliviar el sabor de estopa, hasta que no quede Coca-Cola y deba aguantarse o tirarlo. Otro remedio es pedir al camarero más hielo. También hay excepciones: una vez, en un famoso pub de Zamora, un amigo y yo pedimos una copa de whisky a medias. Eran las cuatro de la mañana, así que se suponía que el alcohol no era tan venenoso, que sería garrafón normal, ni muy fino ni muy fuerte. Pero no, habían incumplido esa regla: tuvimos que dejar la copa en la barra después de un sorbo. Sabía como el infierno, si al infierno lo llenasen de barro y de detritus. Sólo olerlo, y me dieron náuseas.
El tercer garrafón es el de algunos locales de madrugada, en los que entras al alba y sales de día y con gafas de sol y ganas de chocolate caliente con churros. En esos pubs y discotecas la gente va tan puesta, tan ciega, con la lengua tan dormida de chupar del frasco, que cualquier cosa que le den de beber le sabrá a ambrosía, a gloria bendita. Ese garrafón de madrugada, servido a las horas en las que empieza a clarear, es fétido. Hiede a colonia barata y mala, y uno lo nota incluso sin acercar la nariz al vaso. Parece el perfume de los feriantes, el aroma de los tipos casposos, el hedor de quienes se ponen corbata pero luego van a dormir a pensiones de mala muerte, colonizadas por los parásitos. Ese garrafón (insisto: si uno a esas horas aún puede distinguir sabores) es tan perjudicial que al día siguiente arde el estómago y estalla la cabeza. Nadie ha dicho que el alcohol de calidad sea bueno: lo saludable es no beber nada, salvo agua. Pero, si son juerguistas de sábado, procuren esquivar esos venenos.