Hace 1 hora
lunes, mayo 21, 2018
viernes, mayo 18, 2018
Jardines en tiempos de guerra, de Teodor Cerić
Volví a ver el huerto de mi padre, a la sombra de un inmueble comunista de veinte pisos, en los arrabales de Sarajevo, donde aprendí a sembrar, a podar, a observar cómo brotan las plantas y crecen insolentemente hacia el cielo. Sí, me dije –y el mar de plomo me observaba mudo, sin contradecirme ni asentir–, plantar un jardín es algo que siempre vale la pena. Si disponemos de poco tiempo, si alrededor de nosotros el mundo vacila y la muerte, en todas sus formas, avanza, lo único que podemos hacer es transformar una parcela de tierra, no importa cuál, en un lugar acogedor, un lugar que acoja más vida.
Eso es lo que pensé, de pie en la playa de Dungeness, sintiéndome extrañamente sereno, por primera vez, creo, desde que salí de mi país.
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De pie junto al muro de hormigón, volví a pensar en la carta en la que Beckett sueña con poder vivir toda la vida en Ussy, mirando "la hierba crecer entre las piedras". Me lo imaginaba en su jardín, sentado sobre los talones, con las tijeras de podar en la mano, la mirada clavada en el suelo, observando la vida ínfima que se aferraba al suelo, que intentaba resistir a la destrucción a la que están condenadas todas las especies, como Vladimir, Estragon, Hamm, Clov, Winnie, Krapp y toda la banda de pecios que recorre su obra. Y también debía de pensar en sí mismo, en su voluntad de resistir, a despecho de todo sentido común, de proseguir sin saber por qué ni cómo, sospechando que Godot nunca va a llegar, ni siquiera a esa casa de Ussy, que sin embargo él mismo había construido. Quizás, al levantarse, saludaba a todas aquellas plantas tenaces. Un poco como cuando estaba en su despacho de París y, según dicen, hacía señales a los prisioneros de La Santé, justo enfrente, de ventana a ventana.
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No, no hay tiempo que perder. Por eso evito cuanto puedo las infinitas distracciones que nos alejan de lo que es sencillo e inmediato.
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La ilusión más temible de la escritura es la que consiste en hacerte creer que puede abolir el espacio, y también el tiempo, volver a hacer presente lo que no está, o alcanzable lo que se ha perdido para siempre. Creo que cedía a esa tentación. Es cierto que mientras intentaba recrear aquellos jardines en la página me los volvía a encontrar tal como los había dejado, y volvía a andar por ellos con la misma alegría, como si yo siguiese siendo el cachorro vagabundo de aquellos lejanos años o como si esos sitios no hubieran envejecido.
[Elba Editorial. Traducción de Ignacio Vidal-Folch]
jueves, mayo 17, 2018
Calle de dirección única, de Walter Benjamin
La sensación predominante en el asco a los animales consiste en el miedo que sentimos a que nos reconozcan al tocarlos. Lo que tan hondamente se estremece dentro del ser humano es la consciencia oscura de que en él vive algo nada ajeno a ese animal que nos da asco, por lo que éste podrá reconocerlo. Todo asco, originalmente, es un asco al contacto.
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El hombre enamorado no sólo siente apego por los posibles "defectos" de la amada, por sus tics y debilidades, sino que las arrugas de su rostro y los lunares que aparecen en la piel, los vestidos raídos y los andares al sesgo lo atan más duradera e implacablemente que ninguna belleza.
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Los niños se sienten atraídos irremisiblemente por la basura que se produce en la construcción, en las tareas domésticas, en la jardinería, en las sastrerías o en las carpinterías. En los productos de desecho reconocen el rostro que el mundo de las cosas les va mostrando a ellos, sólo a ellos. Pues los niños no imitan las obras de los adultos, sino que reúnen materiales de tipo muy diverso para jugar con ellos, relacionándolos de una manera nueva.
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Para elaborar una buena prosa es preciso subir tres escalones: el musical, en el que hay que componerla, el arquitectónico, en el que hay que construirla, y por fin el textil, en el que hay que tejerla.
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No dejes de escribir porque nada se te ocurra. Es un mandamiento del honor literario sólo dejar de escribir cuando hay que cumplir una obligación (acudir a una comida o a una cita), o cuando la obra está acabada.
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La polémica consiste en aniquilar un libro con unas pocas de sus frases. Cuanto menos lo estudie el crítico, mejor. Sólo quien puede aniquilar puede criticar.
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Un barrio laberíntico, una red de calles que había evitado durante años, se me hizo claro de repente cuando alguien que amaba se fue allí. Como si hubiera un proyector en su ventana que organizara la zona con sus rayos.
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Ser feliz significa el poder percibirse sin horror.
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En cuanto empieza a vivir, el niño se convierte en un gran cazador. Caza los espíritus, cuya huella rastrea entre las cosas; y entre los espíritus y las cosas van transcurriendo años en los que su campo visual nunca incluye a los hombres. Vive así como en sueños; no conoce nada permanente, porque todo le pasa, le sucede. Y sus años de nómada son horas dentro del bosque de los sueños.
[Abada Editores. Traducción de Jorge Navarro Pérez]
miércoles, mayo 16, 2018
Infancia en Berlín hacia el mil novecientos, de Walter Benjamin
No lograr orientarse en una ciudad aún no es gran cosa. Mas para perderse en una ciudad, al modo de aquel que se pierde en un bosque, hay que ejercitarse. Los nombres de las calles tienen que ir hablando al extraviado al igual que el crujido de las ramas secas, de la misma forma que las callejas del centro han de reflejarle las horas del día con tanta limpieza como un claro en el monte. Este arte lo he aprendido tarde, pero ha cumplido el sueño cuyas huellas primeras fueron los laberintos que se iban formando sobre las hojas de papel secante de mis viejos cuadernos.
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El inicio de cada enfermedad me iba enseñando una y otra vez con qué seguro tacto, con qué cuidado y habilidad se presentaba siempre el infortunio. Pero no pretendía el llamar la atención. Todo empezaba con unas manchas en la piel, como un ligero malestar. Era como si aquella enfermedad estuviera más que habituada a esperar con paciencia a que el médico le diera alojamiento.
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La vida trata durante mucho tiempo al recuerdo aún tierno de la infancia al igual que una madre que coloca contra su pecho al recién nacido pero sin por ello despertarlo. Nada fortaleció más mi recuerdo que la contemplación de aquellos patios, de cuyas oscuras galerías una que en verano estaba siempre a la sombra de un toldo era para mí como la cuna en que la ciudad puso al nuevo ciudadano.
[Abada Editores. Traducción de Jorge Navarro Pérez]
lunes, mayo 14, 2018
viernes, mayo 11, 2018
Los fantasmas de mi vida, de Mark Fisher
He descubierto a Mark Fisher tarde, es decir, en torno a un año después de su suicidio (no debemos confundirlo con el autor del mismo nombre que escribe libros sobre millonarios y que nació antes). Tampoco es que contáramos con demasiado material suyo en España: los dos libros que había hasta ahora (Realismo capitalista y Los fantasmas de mi vida) los han publicado en Argentina y aquí los tenemos de exportación, y el mes pasado salió en Alpha Decay Lo raro y lo espeluznante. Yo compré los tres y, de momento, he leído el que nos ocupa hoy: Fisher es un ensayista sorprendente, casi podríamos decir que heredero de Greil Marcus por su habilidad para trazar pasadizos magníficos entre determinados sectores de la sociedad y de la cultura pop.
Si no he contado mal, aquí se reúnen una veintena de textos en los que caben Joy Division, V de Vendetta, David Cronenberg, Kanye West, Christopher Nolan, Burial, El resplandor, Tricky, Jacques Derrida… Un festín para quienes, como yo, se emocionan con los libros referenciales y con el talento de algunos autores para enlazar sociedad y cultura, política y filosofía… Ya sólo el título completo (Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos) es un anzuelo para quienes amamos esas derivas sobre el presente y el futuro que mantienen un anclaje en el pasado para comprender dónde estamos y hacia dónde nos movemos. Unos fragmentos:
Mientras que la cultura experimental del siglo XX estuvo dominada por un delirio recombinatorio que nos hizo sentir que la novedad estaría disponible infinitamente, el siglo XXI se ve oprimido por una aplastante sensación de finitud y agotamiento. No se siente como el futuro. O, alternativamente, no se siente como si el propio siglo XXI hubiera comenzado. Permanecemos atrapados en el siglo XX, exactamente como Sapphire y Steel estaban encarcelados en el café al costado de la ruta.
La lenta cancelación del futuro ha sido acompañada por una deflación de las expectativas.
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Comparen el improductivo terreno del presente con la fecundidad de períodos previos y rápidamente serán acusados de "nostálgicos". Pero la dependencia que los artistas actuales tienen de los estilos establecidos hace mucho tiempo sugiere que el momento presente sufre de una nostalgia formal, de la que nos ocuparemos en breve.
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Conocí a Joy Division en 1982, así que, para mí, Curtis siempre estuvo muerto. Cuando los escuché por primera vez a los 14 años, fue como ese momento de In the Mouth of Madness [En la boca del miedo], de John Carpenter, en el que Sutter Cane obliga a John Trent a leer la novela, la hiperficción, en la que está inmerso. Toda mi vida futura aparecía intensamente compactada en esas imágenes sonoras: Ballard, Burroughs, dub, disco, gótico, antidepresivos, hospitales psiquiátricos, sobredosis, muñecas cortadas. Demasiados estímulos como para siquiera comenzar a asimilarlos. Si ni ellos mismos entendían lo que estaban haciendo, ¿cómo podría haberlo hecho yo?
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Toda música produce una integración o una interrupción de los patrones de comportamiento habituales. Por lo tanto, una música política no podría ser solo la comunicación de un mensaje textual; tendría que ser una lucha por los medios de percepción, librada en el sistema nervioso.
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¿Realmente tenemos más sustancia que los fantasmas que continuamente aplaudimos?
El pasado no puede ser olvidado, el presente no puede ser recordado.
Cuídate. Hay un desierto allí afuera…
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El espacio público ha sido consumido y reemplazado por algo similar al "tercer lugar" ejemplificado por los cafés de franquicia. Estos espacios son siniestros solo por el poder que tienen para replicar su mismidad. La monotonía del ambiente Starbucks es a la vez reconfortante y extrañamente desorientadora; dentro de esa cápsula, literalmente es imposible olvidar en qué ciudad se está. Lo que he llamado nomadalgia es la sensación de ansiedad que estos ambientes anónimos, más o menos iguales en todo el mundo, provocan; el malestar de viaje producido por el movimiento entre espacios que podrían estar en cualquier lugar. Mi, yo… ¿qué ocurrió con Nuestro Espacio, o con la idea de un espacio público que no es reducible a una sumatoria de preferencias de consumo?
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Si necesitas una explicación simple del crecimiento del conservadurismo cultural, de la captura de Londres por las fuerzas de la Restauración, basta con mirar este fenómeno. Como Jon Savage señala en England's Dreaming, la Londres del punk todavía era una ciudad bombardeada, llena de abismos, agujeros y espacios que podían ser invadidos y ocupados. Una vez que esos espacios se cierran, prácticamente toda la energía de la ciudad está puesta en pagar las hipotecas o los alquileres. Ya no hay tiempo para experimentar, para viajar sin realmente saber adónde vas a terminar. Tus metas y objetivos tienen que ser declarados por anticipado. El "tiempo libre" se transforma en convalecencia. Te vuelcas hacia lo que te da seguridad, lo que más te distrae de la jornada laboral: las canciones viejas y familiares (o lo que suena como ellas). Londres se transforma en una ciudad de esclavos de rostros esqueléticos enchufados a sus iPods.
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Cuando lo Real irrumpe, todo se siente como si fuera un film: no un film que estás mirando, sino un filme en el que estás dentro. Repentinamente, desaparecen las pantallas que nos aíslan –a nosotros, espectadores del capitalismo tardío– de lo Real del antagonismo y la violencia.
[Caja Negra Editora. Traducción de Fernando Bruno]
martes, mayo 08, 2018
Basada en hechos reales, de Delphin de Vigan
El éxito de un libro es un accidente del que no se sale indemne, pero sería indecente quejarse.
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A veces, una película suscita en nosotros una resonancia visceral.
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En cuanto recurres a la elipsis, en cuanto estiras, comprimes, llenas los agujeros, entras en la ficción. Yo buscaba la verdad, sí, tienes razón. He confrontado las fuentes, los puntos de vista, los relatos. Pero toda escritura sobre uno mismo es una novela. El relato es una ilusión. No existe. No debería permitiré que ningún libro se apropiara de ese término.
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-Yo no te hablo del resultado, te hablo de la intención. De la impulsión. La escritura debe ser una búsqueda de la verdad, si no, no es nada. Si a través de la escritura no intentas conocerte, hurgar en lo que llevas dentro, lo que te constituye, abrir tus heridas, rascar, ahondar con las manos, si no pones en tela de juicio tu persona, tu origen, tu medio social, eso no tiene sentido. No hay más escritura que la escritura sobre uno mismo. El resto no cuenta. De ahí que haya tenido tanta resonancia tu libro. Has abandonado el territorio de lo novelesco, has abandonado el artificio, la mentira, las mistificaciones. Has vuelto a lo Verdadero, y tus lectores no se han engañado. Esperan de ti que perseveres, que vayas más lejos. Quieren lo que está oculto, disimulado. Quieren que acabes diciendo lo que has eludido siempre. Quieren saber cómo eres, de dónde vienes. Qué violencia ha engendrado a la escritora que eres. No se dejan engañar. Sólo has alzado una parte del velo y lo saben perfectamente. Si lo que vas a hacer es volver a escribir pequeñas historias de gente sin hogar o de ejecutivos deprimidos, más te vale quedarte en tu empresa de marketing.
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Todo autor que ha practicado la escritura sobre sí mismo (o escrito sobre su familia) ha tenido sin duda algún día la tentación de escribir sobre el después. Contar las heridas, la amargura, el cuestionamiento, las rupturas. Algunos lo han hecho. Probablemente debido a los efectos retardados. Porque el libro no es sino una especie de material de difusión lenta, radioactivo, que sigue emitiendo durante largo tiempo. Y siempre acabamos siendo considerados por lo que somos, bombas humanas, cuyo poder es aterrador, porque nadie sabe qué uso haremos de él.
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-[…] Sí, la escritura es un arma y mejor que así sea. Tu familia ha engendrado a la escritora que eres. Han creado el monstruo, si me perdonas, y el monstruo ha encontrado el modo de hacer oír su grito. ¿Cómo crees que se forman los escritores? ¡Mírate, mira a tu alrededor! Sois el producto de la vergüenza, del dolor, del secreto, del desmoronamiento. Venís de los territorios oscuros, innominados, o bien los habéis atravesado. Supervivientes, eso es lo que sois, cada uno a vuestro modo y todos vosotros. Eso no os da derecho a todo. Pero sí os da el de escribir, créeme, aunque ello levante revuelo.
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-Sí, la escritura es un arma, Delphine, una puta arma de destrucción masiva. La escritura es más poderosa de lo que puedas imaginar. La escritura es un arma de defensa, de fuego, de alarma, la escritura es una granada, un misil, un lanzallamas, un arma de guerra, en cierto modo. Puede arrasarlo todo, pero también puede reconstruirlo todo.
[Anagrama. Traducción de Javier Albiñana]
domingo, mayo 06, 2018
New Order, Joy Division y yo, de Bernard Sumner
Tendría que haber leído esta autobiografía hace tiempo, pero los clásicos, las novedades y los compromisos se van cruzando de tal manera que uno acaba posponiendo ciertas lecturas durante años. Para quien no lo sepa, Bernard Sumner es una institución en la música: fue uno de los fundadores de Joy Division, donde tocaba la guitarra y los teclados; luego fue el solista de New Order; y también fue miembro de Electronic y de Bad Lieutenant, aparte de otras colaboraciones. Es, además de uno de los grandes músicos contemporáneos, un testigo privilegiado, que cuenta las anécdotas con cierto humor y las despoja de misticismo, como sucede en el caso de todo lo relativo a Ian Curtis, por cuyo suicidio casi pasa de puntillas, tal vez para desprenderlo de leyendas y de mitología.
De vez en cuando me gusta leer biografías y memorias de músicos, igual que de vez en cuando acudo a los ensayos sobre cine o las semblanzas de escritores: me cuentan vidas que necesito conocer, me revelan historias que ignoraba o en las que ellos profundizan porque fueron testigos de primera mano o amigos de quienes las vivieron. He aprendido con Bernard Sumner, y me he puesto al día de un estilo de música que me gusta, pero del que era más bien un profano. Ok, no es que Sumner tenga tanta calidad narrativa como Patti Smith, pero es mucho mejor que, por ejemplo, Neil Young en sus memorias.
Me entusiasmó especialmente el pasaje de la página 51 en el que Sumner cuenta cómo la banda sonora de Ennio Morricone para El bueno, el feo y el malo (tal vez mi soundtrack favorito de la historia, o tal vez el que más veces he escuchado) le marcó para siempre. Os copio ese fragmento:
Nunca antes había visto algo como El bueno, el feo y el malo y, lo que es más, nunca había oído nada parecido. Había sido orientado visualmente desde una edad temprana y me encantó la forma en que estaba contada la película: estaba rodada de una manera muy peculiar, con grandes primeros planos. Me encantó su ambigüedad en cuanto a quién era el malo de la película, ya que todos eran malos, no había ningún tipo bueno; hasta ese momento todo habían sido las sensibleras películas de vaqueros de John Wayne, sombreros negros y sombreros blancos, y entonces, de repente, llegó Sergio Leone haciendo esas películas subversivas que se saltaban todas las reglas. Eran más atrevidas que todo lo anterior; se podía ver el sudor y el polvo, casi se sentía el sol ardiente. El diálogo era bastante escaso, y había secuencias enteras de la película que constaban de largos silencios.
Los westerns de Leone eran también extrañamente divertidos, tenían un curioso humor negro, pero lo que realmente me deslumbró fue la banda sonora de Ennio Morricone. Ese sencillo tema silbado, el sonido gangoso de la guitarra, el aullido de coyote en las partes vocales, los efectos de eco, los grandes espacios entre las notas que hacían que la música se adaptara perfectamente al escenario áspero y desnudo de la película… todo era increíblemente evocador, y me encantó. Salí del cine y de inmediato fui a la caza del disco con la banda sonora. Por supuesto, entonces no existía Internet, por lo que me llevó un tiempo encontrarlo, pero cuando lo hice –en HMV, en Mánchester, creo recordar–, lo escuché una y otra vez. También compré la banda sonora de Por un puñado de dólares y de La muerte tenía un precio, un LP con una película en cada cara. No podía dejar de escuchar aquella música increíble; era como si dentro de mí se hubiera activado algún interruptor secreto que me hizo pasar de estar moderadamente interesado en la música a sentir una auténtica pasión por ella.
[Sexto Piso. Traducción de María Tabuyo y Agustín López Tobajas]
viernes, mayo 04, 2018
Un domingo en el campo, de Pierre Bost
En los 80 vi una película de Bertrand Tavernier titulada Un domingo en el campo. Probablemente no capté todo el sentido porque era un chaval, pero me queda un recuerdo agradable del filme: el de haber visto una de esas películas francesas que rebosan lirismo en cada plano. Lo que no sabía entonces, y ahora sé, es que estaba inspirada en una novela breve de Pierre Bost, que acaban de traducir y publicar en Errata Naturae.
Cuenta un día en la vida del señor Ladmiral, un viejo pintor viudo que vive en una casa del campo, a las afueras de París. Tiene dos descendientes directos: un hombre que ha formado una familia y que suele ir a visitarle puntualmente cada domingo (salvo si surge algún imprevisto) y una mujer que aún no se ha casado y que suele ser un misterio porque ejerce su libertad y eso desentona con la moral de la época (y que lo visita muy de vez en cuando). Ladmiral se siente más a gusto con su hija, pero en cambio es su hijo quien nunca suele faltar a la cita. En el transcurso de la novela asistimos a la visita de la familia, mientras todo se desarrolla con tiras y aflojas entre el anciano y su hijo, la mujer de éste y los nietos. Porque Ladmiral reniega de muchas de las decisiones que tomó el muchacho en su vida. Pero también ese hijo, Gonzague, siente a menudo el peso de esa visita de cortesía o visita obligatoria y, aunque Gonzague es un personaje peculiar, no podemos evitar ponernos en su situación cuando le toca cumplir con esa visita semanal que ya entra dentro de una rutina a menudo agotadora. Además de Ladmiral, el lector también nota que la visita inesperada de Irène, la hija, supone un soplo de aire fresco.
Un domingo en el campo es uno de esos libros deliciosos en los que los silencios, las palabras no dichas entre los personajes, revelan más de lo que dicen. En cierta manera me ha recordado un poco a esas tensiones y esos silencios de La edad de la inocencia (la novela de Edith Wharton, aunque también la película de Martin Scorsese). Por otro lado, gracias al poder de la literatura, leyendo este libro uno se siente como si en verdad estuviera metido en un entorno forestal, como si se hubiera ido a las afueras a pasar el día; es una facultad que no todos los escritores poseen. Como valor añadido diremos que traduce Regina López, que suele ser sinónimo no sólo de calidad sino también de buen gusto.
Es curioso el caso de su autor, Pierre Bost, pues ésta fue su última novela. En los siguientes 30 años, hasta su muerte, se dedicó a escribir guiones para el cine. Así empieza el libro:
Cuando el señor Ladmiral se quejaba de estar envejeciendo lo hacía mirando muy fijamente a su interlocutor, y en un tono provocador que parecía invitar a que lo contradijeran. Quienes no lo conocían bien lo malinterpretaban y respondían educadamente, como se hace siempre, que menuda ocurrencia, que el señor Ladmiral estaba como un roble y que los enterraría a todos. Entonces el señor Ladmiral se enfadaba y se remitía a las pruebas: ya no podía trabajar a la luz de la lámpara, se levantaba hasta cuatro veces por las noches, se le quedaban los riñones molidos cada vez que serraba madera y, para colmo, y esto nadie podía rebatírselo, tenía más de setenta años. Este último argumento, destinado a cerrarles el pico a los más optimistas, cumplía su función tanto mejor cuanto que el señor Ladmiral no sólo era septuagenario, sino que tenía bien cumplidos los setenta y seis. Más valía, por tanto, no intentar contradecirlo cuando se quejaba de estar envejeciendo. Además, ¿por qué negarle sus últimos placeres? Lo atormentaba envejecer, pero quejarse le producía algo de consuelo. En efecto, el señor Ladmiral estaba envejeciendo mucho, y cada vez más deprisa. La vejez es una pendiente muy suave, pero incluso al final de una pendiente muy suave acaban los guijarros por deslizarse terriblemente rápido.
[Errata Naturae. Traducción de Regina López Muñoz]
De La investigación
El orden matemático del mundo no es sino nuestra plegaria dirigida a la pirámide del caos. Fragmentos de vida sobresalen en todas direcciones, fuera de los significados que hemos establecido como únicos, pero ¡no queremos, no queremos verlo! Mientras, lo único que existe es la estadística. El hombre racional es el hombre estadístico. ¿Será hermoso o feo el niño? ¿Le proporcionará placer la música? ¿Padecerá cáncer? El juego de dados decide acerca de todas estas variables. La estadística está ya presente en nuestra propia concepción: extrae al azar pegotes de genes a partir de los que serán creados nuestros cuerpos, es ella la que sortea nuestra muerte. La habitual disposición estadística toma decisiones respecto a todo (si encontraré a una mujer a la que amar, si alcanzaré la longevidad). Por tanto, ¿acaso también acerca de si seré o no inmortal? ¿Puede que se convierta en copartícipe de alguien a ciegas, por casualidad, de cuando en cuando, de igual modo que la belleza o la invalidez? Por lo tanto, si no existe un curso inequívoco de los acontecimientos; si la desesperación, la belleza, la alegría y la fealdad no son más que obras de la estadística, entonces nuestro conocimiento se fundamenta en esa estadística. Lo único que existe es un juego a ciegas, la eterna creación de fórmulas fortuitas. Un número infinito de Cosas se burla de nuestro afán por el Orden. Buscad y encontraréis; al fin y al cabo siempre encontraréis lo que os corresponde mientras busquéis con fervor, dado que la estadística no descarta nada, lo hace todo posible, tan solo más o menos probable. En cambio, la historia es la plasmación de los movimientos brownianos, es una danza estadística de partículas que no dejan de soñar en un mundo terrenal distinto…
Stanislaw Lem, La investigación
Stanislaw Lem, La investigación
martes, mayo 01, 2018
A contraluz, de Rachel Cusk
Lo que Ryan había aprendido de todo aquello era que tus fracasos nunca dejan de regresar a tu lado, mientras que tus éxitos son algo de lo que siempre tendrás que convencerte.
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La infancia perfecta no existía, aunque la gente haría lo que hiciera falta para convencerte de lo contrario. La vida sin dolor no existía. Y por lo que al divorcio respectaba, ya podías llevar una vida de santo, que experimentarías las mismas pérdidas, por mucho que trataras de justificarlas. Si pienso que nunca volveré a ver al niño que eras a los seis años, le había dicho su madre, me dan ganas de llorar… Lo daría todo para volver a verte con seis años una vez más. Pero todo acaba desmoronándose, por mucho que trates de evitarlo. Y si algo regresa, hay que estar agradecido.
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Son curiosas las ganas con las que los demás te animan a hacer cosas que ellos no harían ni en sueños, ese entusiasmo con el que te guían hacia tu propia destrucción: es dificilísimo que hasta los más bondadosos, los que más te quieren, se tomen tus intereses verdaderamente en serio, porque suelen aconsejarte desde una vida más segura y más aislada que la tuya, en la que escapar no es una realidad, sino algo con lo que de vez en cuando sueñan.
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Pero si la gente se callaba las cosas que les sucedían, ¿no estarían traicionando algo, ni que fuera esa versión de ellos mismos que las había padecido? De la historia nunca se decía, por ejemplo, que no convenía hablar de ella; cuando de la historia se trataba, muy al contrario, el silencio era el olvido, y eso era lo que la gente más temía, que fuera su propia historia la que pudiera olvidarse. Y la historia, de hecho, era invisible, por mucho que sus monumentos siguieran en pie. Levantar los monumentos no era sino una parte del asunto, el resto era interpretación. Y, sin embargo, había algo peor que el olvido: la tergiversación, la parcialidad, la presentación selectiva de los hechos.
[Libros del Asteroide. Traducción de Marta Alcaraz]
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