viernes, mayo 04, 2018

Un domingo en el campo, de Pierre Bost


En los 80 vi una película de Bertrand Tavernier titulada Un domingo en el campo. Probablemente no capté todo el sentido porque era un chaval, pero me queda un recuerdo agradable del filme: el de haber visto una de esas películas francesas que rebosan lirismo en cada plano. Lo que no sabía entonces, y ahora sé, es que estaba inspirada en una novela breve de Pierre Bost, que acaban de traducir y publicar en Errata Naturae.

Cuenta un día en la vida del señor Ladmiral, un viejo pintor viudo que vive en una casa del campo, a las afueras de París. Tiene dos descendientes directos: un hombre que ha formado una familia y que suele ir a visitarle puntualmente cada domingo (salvo si surge algún imprevisto) y una mujer que aún no se ha casado y que suele ser un misterio porque ejerce su libertad y eso desentona con la moral de la época (y que lo visita muy de vez en cuando). Ladmiral se siente más a gusto con su hija, pero en cambio es su hijo quien nunca suele faltar a la cita. En el transcurso de la novela asistimos a la visita de la familia, mientras todo se desarrolla con tiras y aflojas entre el anciano y su hijo, la mujer de éste y los nietos. Porque Ladmiral reniega de muchas de las decisiones que tomó el muchacho en su vida. Pero también ese hijo, Gonzague, siente a menudo el peso de esa visita de cortesía o visita obligatoria y, aunque Gonzague es un personaje peculiar, no podemos evitar ponernos en su situación cuando le toca cumplir con esa visita semanal que ya entra dentro de una rutina a menudo agotadora. Además de Ladmiral, el lector también nota que la visita inesperada de Irène, la hija, supone un soplo de aire fresco.

Un domingo en el campo es uno de esos libros deliciosos en los que los silencios, las palabras no dichas entre los personajes, revelan más de lo que dicen. En cierta manera me ha recordado un poco a esas tensiones y esos silencios de La edad de la inocencia (la novela de Edith Wharton, aunque también la película de Martin Scorsese). Por otro lado, gracias al poder de la literatura, leyendo este libro uno se siente como si en verdad estuviera metido en un entorno forestal, como si se hubiera ido a las afueras a pasar el día; es una facultad que no todos los escritores poseen. Como valor añadido diremos que traduce Regina López, que suele ser sinónimo no sólo de calidad sino también de buen gusto.

Es curioso el caso de su autor, Pierre Bost, pues ésta fue su última novela. En los siguientes 30 años, hasta su muerte, se dedicó a escribir guiones para el cine. Así empieza el libro:

Cuando el señor Ladmiral se quejaba de estar envejeciendo lo hacía mirando muy fijamente a su interlocutor, y en un tono provocador que parecía invitar a que lo contradijeran. Quienes no lo conocían bien lo malinterpretaban y respondían educadamente, como se hace siempre, que menuda ocurrencia, que el señor Ladmiral estaba como un roble y que los enterraría a todos. Entonces el señor Ladmiral se enfadaba y se remitía a las pruebas: ya no podía trabajar a la luz de la lámpara, se levantaba hasta cuatro veces por las noches, se le quedaban los riñones molidos cada vez que serraba madera y, para colmo, y esto nadie podía rebatírselo, tenía más de setenta años. Este último argumento, destinado a cerrarles el pico a los más optimistas, cumplía su función tanto mejor cuanto que el señor Ladmiral no sólo era septuagenario, sino que tenía bien cumplidos los setenta y seis. Más valía, por tanto, no intentar contradecirlo cuando se quejaba de estar envejeciendo. Además, ¿por qué negarle sus últimos placeres? Lo atormentaba envejecer, pero quejarse le producía algo de consuelo. En efecto, el señor Ladmiral estaba envejeciendo mucho, y cada vez más deprisa. La vejez es una pendiente muy suave, pero incluso al final de una pendiente muy suave acaban los guijarros por deslizarse terriblemente rápido.


[Errata Naturae. Traducción de Regina López Muñoz]