Mi intención era leer despacio, poco a poco, este libro de ensayos reunidos y ocasionales (ése es el subtítulo en inglés: Ensayos ocasionales). No pude hacerlo: devoré sus páginas como si se tratara de una novela. Vaya por delante que no soy lector de Zadie Smith: de momento no conozco sus novelas, aunque siento devoción por su trabajo de antóloga y compiladora en Generación quemada y El libro de los otros. ¿Qué es lo que esconde este volumen para que no haya podido espaciar su lectura? Veamos:
Uno. Temas actuales, que me interesan, que me parecen esenciales: el cine, la literatura, la familia. El libro está estructurado en varias partes, con estos títulos: LEER, SER, VER, SENTIR, RECORDAR. Dentro de esos temas, Zadie Smith analiza las desiguales perspectivas sobre escritura y lectura de Barthes y Nabokov, nos habla de E. M. Forster, de Middlemarch, de Kafka como hombre corriente, establece una comparativa entre Netherland (de Joseph O’Neill, que no he leído) y Residuos (de Tom McCarthy, que me entusiasmó), nos contagia su entusiasmo por Bellisima y por Katharine Hepburn, dedica algunas páginas a su padre ya fallecido y concluye con un largo ensayo sobre Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace (que es su escritor contemporáneo favorito). Pero tampoco faltan sus críticas de cine, donde reparte flores y palos por igual: fue crítica durante una única temporada, en 2006, y uno celebra su perspicacia hablando de Syriana, Munich, Shopgirl, Capote, Grizzly Man o En la cuerda floja (la de Joaquin Phoenix, no la de Clint Eastwood).
Dos. Una prosa a la que se puede calificar de precisa, que sintoniza con la lucidez de su autora, una de las mentes más ágiles del panorama británico contemporáneo.
Tres. Sarcasmo. Quizá, aparte de su precisión con el lenguaje, sea éste el rasgo que destacaría de Smith. Ese sarcasmo, esos dardos que a veces lanza a políticos, a actrices o a escritores reportan aire fresco: Zadie nos hace sonreír y nos obliga a proseguir la lectura. Son esas pullas las que le confieren un tono ácido al libro.
Algunos ensayos gustarán más o menos, dependiendo de los gustos de cada uno o de sus lecturas, pero es evidente que el titulado “Esa sensación de oficio”, en el que habla de correcciones, galeradas y otros incordios del escritor, es una joya. Abajo, algunos fragmentos recogidos de aquí y de allá:
Escribir una novela es ganarse la confianza de otro mediante el engaño. La primera persona cuya confianza uno tiene que ganarse es uno mismo.
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“¡Dios mío, que distinto era!” Creo que muchos escritores piensan lo mismo, de un libro al siguiente. Una nueva novela, iniciada con esperanza y entusiasmo, pronto se vuelve extraña y es motivo de bochorno para el autor. Al acabar cada libro, deseas que llegue el momento de odiarlo (y nunca tienes que esperar mucho tiempo); surge una confianza extraña, inversa, al sentirse uno destruido, porque si está destruido, si tiene que volver a empezar, significa que tiene espacio ante sí, un lugar adonde ir. Pensad en la revelación que Shakespeare puso en boca del rey Juan: “¡Ahora que mi alma se ha hecho sitio a empujones!” Desde el punto de vista de la narrativa, la pesadilla es perder el deseo de moverse.
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Cuando acabéis vuestra novela, si el dinero no es una prioridad desesperada, si no necesitáis venderla de inmediato o publicarla en ese mismo instante, guardadla en un cajón. Durante el máximo tiempo posible. Lo ideal es un año o más, pero incluso tres meses bastan. Apartaos del vehículo. El secreto para corregir vuestra obra es sencillo: tenéis que convertiros en su lector en lugar de su escritor.
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Las galeradas son la tierra baldía donde muere el sueño de nuestra novela y se impone la cruda realidad.
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A veces califican a Steven Spielberg en tono condescendiente de “cineasta de familia”, como si la familia no fuera uno de los aspectos más profundos de nuestra experiencia.
[Traducción de Isabel Ferrer]