La pregunta adecuada sería: ¿cómo empezar? O, más bien, ¿por dónde?
En este texto trato de evocar mi relación con la Cofradía de Jesús Nazareno, vulgo “Congregación”, a la que pertenezco desde que era un niño. He desfilado desde entonces; sin perderme un año.
Lo ideal sería presentar evocaciones compactas, sin fisuras, sin olvidos.
Pero la memoria es fragmentaria. Dispersa. No es fácil de atrapar. No permite que la enjaules.
El escritor francés Georges Perec (1936 – 1982), a quien vengo leyendo desde hace tiempo con devoción y con calma, tuvo la respuesta: enumerar aquello que nos parece importante. Los recuerdos, las fotos, los objetos, las postales, los sonidos. Trozo a trozo, ladrillo a ladrillo, fragmento a fragmento, como quien construye una casa imperfecta. De esos resquicios surgirá el cuadro completo de la memoria.
Vamos allá, y enumeremos:
—Una mano. La de mi madre. No sé si la derecha o la izquierda. Sujeta la mía en la madrugada. Soy un crío, no sé con certeza cuántos años tendría. Al extremo de su otro brazo está mi hermano. Son más o menos las cinco y algo de la mañana y aguardamos entre el público. Esperamos a nuestro tío y a nuestros primos para meternos con ellos en la hilera de cofrades. Delante desfilan los hermanos, de negro riguroso. Acaban de salir de la Iglesia de San Andrés, en la Plaza del Seminario. Mi madre quiere que evitemos la aglomeración de la salida.
—Una cruz. La que talló mi abuelo para mí, en su carpintería, décadas atrás. La cruz de madera, pintada de negro como estipulan las normas de la cofradía, y luego barnizada para darle lustre. La cruz que se me ha caído al suelo en numerosas ocasiones y que, salvo una pequeña cicatriz de “fábrica” (un defecto de la madera, una oquedad que me permite reconocerla al tacto), no ostenta muescas ni jamás se ha roto ni astillado. Soporta el tiempo y la intemperie porque fue construida para durar y para perdurar. La cruz y yo vamos envejeciendo juntos. Espero que ella me sobreviva.
—Un grupo. El que formo con mis amigos de siempre en una vieja fotografía en blanco y negro. Alguien nos la hizo en torno a las cuatro y media de la mañana, recién vestidos en el almacén del padre de uno de estos amigos. Somos aún muy jóvenes. Casi todos gastamos bigote y/o perilla. En la imagen salimos nueve de nosotros: alegres, cómplices. Me recuerda a una época en la que había menos compromisos familiares, más ilusión nocturna, menos cansancio físico. Si hoy hiciéramos la misma foto, en la noche de autos, saldríamos apenas cuatro de nosotros.
—Una túnica. La de mi tío, cofrade desde hace siglos: una de esas túnicas gastadas por el uso y por los años, cuya tonalidad negra ha mutado hasta el sepia, y con la que apareció en una antiquísima fotografía de algún periódico. Se remonta al origen de los tiempos. La presencia habitual de mi tío, para mí, supone que la Semana Santa es más confortable mientras él participa en ella.
—Una sorpresa. La que cierto año se llevó un anciano de aspecto rural, espectador de la procesión, cuando durante el desfile, en vez de ofrecerle una almendra, le ofrecí un expendedor de caramelos PEZ para que degustara uno. Nunca había visto ese objeto y creyó, al principio, que era “un chisquero”, y luego que podría ser droga o que era una treta para pillarle el dedo. Sus familiares lo convencieron para tomar una de esas pastillas de sabor ácido y, al probarla, su sorpresa se trocó en placer.
—Un desasosiego. El que suponía para nosotros, cuando éramos niños, la espera nocturna hasta las cuatro de la madrugada del Viernes Santo (hora de ponerse las túnicas), intentando conciliar el sueño en la cama, dando vueltas entre las sábanas. Yo era incapaz de dormir, ávido por la impaciencia y ansioso por el momento en que pudiéramos retirarnos del lecho, desempolvar los hábitos e ir en busca de la salida del desfile.
—Una costumbre. La de ir al cine en sesión de madrugada, en esa noche de Jueves (aunque ya era Viernes), para matar el tiempo hasta las cuatro, la hora (ya lo he dicho y lo repito) en que iríamos a nuestras casas a por las túnicas, los cíngulos y los decenarios y las cruces y los medallones y la bolsa de almendras. Habíamos entrado ya en la adolescencia y renunciábamos a intentar dormir, y la costumbre cinéfila duró sólo unos años.
—Un caperuz. El más antiguo de los dos que poseo. El nuevo me queda grande y no sé si lo he usado en alguna ocasión. La última vez que tuve que comprar otra túnica opté por seguir poniéndome el caperuz viejo, que contrasta con el rigor al tacto de la túnica nueva, aún (más o menos) joven. Ese caperuz ya tiene solera. Soy incapaz de renovarlo, me resisto a su condena a un baúl o al olvido. Para mí ya es como el sombrero para Indiana Jones cuando sale en busca de aventuras.
—Un calzado. Esas botas que nunca eran negras, y que yo le entregaba a mi madre y a mi hermana, ya tarde, apenas unas horas antes de la procesión, para que me ayudaran a teñirlas porque a mí no me daba tiempo a hacerlo. Las entintaban de negro para que el calzado se ajustara al reglamento de la hermandad, y siempre lo conseguían dentro del plazo que les marcaba merced a mi olvido y a mi incompetencia. Algunos años, cuando me las ponía, el betún estaba aún fresco y, al atar los cordones, me manchaba las manos de tinte.
—Un desayuno. Las sopas de ajo que sirven en el Restaurante Ribel de la calle Víctor Gallego, que tomamos fielmente cada año durante el fondo y parada de la procesión en las Tres Cruces.
—Un sonido. El de la corneta y el tambor del Merlú irrumpiendo en la madrugada, anunciando ya la proximidad del desfile. Durante los primeros años lo escuchaba desde la cama. Con el tiempo, lo he oído mientras iba por las calles o cuando caminábamos hacia el lugar donde guardábamos las túnicas y las cruces. En todos los casos me reconfortó.
—Una tapa. La tapa de chorizo a la brasa que, durante muchos años, tomábamos de aperitivo en el bar El Chorizo, en la Calle de los Herreros, al término del desfile, ya de mañana, más o menos en torno a las doce. Aquello nos servía, junto a unas cañas de cerveza con gaseosa, para remojar el gaznate reseco y recuperar fuerzas hasta que volviéramos a nuestros respectivos hogares. El desayuno de los campeones.
—Una tradición. Acudir, seis o siete horas antes del inicio de la procesión, al Mesón Balborraz de la Calle Balborraz para cenar un hornazo. Sus ingredientes blindan el estómago y dan calor para una noche que, por lo general, suele ser fría o con amenaza de lluvia.
—Un paso. El Cinco de Copas y sus cinco tallas perfectamente distribuidas sobre la mesa, en una simetría exacta que invoca la belleza de las matemáticas, por muy difícil que sea aprender esa asignatura en clase.
—Un símbolo. El Merlú de bronce instalado junto a la Iglesia de San Juan de Puerta Nueva. Obra de Antonio Pedrero. Embruja a los niños, atrae a los turistas, su sombra fascina a los borrachos y, para quienes nacimos en la ciudad, supone un orgullo.
—Un olor. El de las almendras garrapiñadas y recién hechas en los tenderetes callejeros que uno se encuentra caminando por la ciudad. Las almendras que, sin embargo, ya no compro porque prefiero repartir gominolas sin azúcar y caramelos con envoltorio, que no dejan pegajosas las manos.
—Un hedor. El de esas túnicas recién sacadas del baúl que apestan a alcanfor. A uno le repudian. Pero, si no las oliéramos de vez en cuando, tal vez las echaríamos de menos, como a veces se añora el barro de los charcos.
—Una fotografía. Mi madre detrás de mis hermanos en Viernes Santo, a la puerta de la casa de sus padres. Mi hermano aparece vestido con la túnica de esta Hermandad. No sé dónde estaba yo.
—Una marcha. La de Thalberg. Evidentemente. Por mucho frío que uno tenga, por muy cansado que uno esté, oír ese tema durante el desfile levanta los ánimos. De vez en cuando emociona, sobrecoge.
—Un momento. La entrada de la Virgen de la Soledad en San Juan. Los hermanos levantan la cruz en señal de respeto y ofrenda. Si a algún forastero no le da por cantar una saeta, el instante suele ser emotivo y contiene la exactitud de la perfección.
—Un disgusto. Cuando la procesión no salió a causa de la lluvia en el año 2009. Todos nos quedamos mustios, igual que si nos hubieran robado algo.
—Una alegría. Una alegría casi siempre inesperada es cuando, desfilando como hermano en la procesión, uno descubre entre el público el rostro de alguien a quien no esperaba encontrar. Puede tratarse de un familiar, de un antiguo amigo, de una persona a la que llevabas años sin ver.
—Una certeza. La de saber que nada de esto es tan emocionante como cuando uno era niño. Pero, también, la de saber que, algún día, uno revivirá muchos de esos momentos a través de los ojos de un niño. De su hijo, posiblemente. Y lo hará con la misma emoción de antaño.
[Nota: este reportaje fue publicado el pasado 14 de abril]