Magistral ensayo del francés Bruce Bégout, cuya obra tenía pendiente. Bégout analiza Las Vegas (o Vegas, como dice que la llaman ahora en USA), ciudad de falsos oropeles construida para saciar las ansias de diversión y dinero. Los aspectos que señala el autor son interesantísimos: el modo en que los hoteles-casino sacaron el espectáculo a la puerta de la calle para atrapar clientes, su maquinaria con precisión de reloj (encaminada a apartar a los visitantes de la realidad para sumergirlos en un mundo de sueños, azar y posibilidades), “su sentido de lo grotesco: lo grandioso sin interés”, su vulgaridad, su carácter de monstruo que todo lo engulle sin digerirlo, sus trazas de Disneylandia para gente ávida de gastarse los ahorros, su atractivo de cartón piedra, su división entre quienes van a disfrutar (clientes y visitantes) y quienes van a dejarse la piel (trabajadores: camareros, croupiers, bailarinas…), su apuesta por lo temático para instalar al turista en una especie de película, su “urbanidad psicotrópica”… Las Vegas es una horterada, una luz que atrae a las polillas hacia las tragaperras, pero también una de las caras del pop, un emblema, un símbolo del vacío y la nada y el artificio. Y, como apunta el autor al principio, su entorno urbano modelará nuestras vidas futuras.
Las Vegas posee, en efecto, la singular capacidad de permitirnos creer en nuestra propia irrealidad. Ha comprendido que, para sumergirnos en un mundo de fantasía, debe despojarnos antes del mundo de aquí abajo. La extracción de lo real constituye la condición preliminar de la introducción en el mundo de la fantasía pura. Desde ese punto de vista, la luz artificial y el aire acondicionado proporcionan los instrumentos perfectos de una completa auto-desconcienzación. Nos bañan en un medium sin estabilidad ni contornos donde todo queda reducido a una simple apariencia. Si saberlo, Las Vegas opera una suerte de reducción fenomenológica del mundo circundante en el sentido de que extirpa con paciencia la tangibilidad a las cosas para transformarlas en pura manifestación. Aquello que queda atrapado en las redes de su irrealidad se revela en definitiva como un simple simulacro y sería inoportuno suponer que, tras ese escaparate de colores, de líneas y de cifras, algo sustancial pudiera colmar el vacío.
[Traducción de Albert Galvany]
Las Vegas posee, en efecto, la singular capacidad de permitirnos creer en nuestra propia irrealidad. Ha comprendido que, para sumergirnos en un mundo de fantasía, debe despojarnos antes del mundo de aquí abajo. La extracción de lo real constituye la condición preliminar de la introducción en el mundo de la fantasía pura. Desde ese punto de vista, la luz artificial y el aire acondicionado proporcionan los instrumentos perfectos de una completa auto-desconcienzación. Nos bañan en un medium sin estabilidad ni contornos donde todo queda reducido a una simple apariencia. Si saberlo, Las Vegas opera una suerte de reducción fenomenológica del mundo circundante en el sentido de que extirpa con paciencia la tangibilidad a las cosas para transformarlas en pura manifestación. Aquello que queda atrapado en las redes de su irrealidad se revela en definitiva como un simple simulacro y sería inoportuno suponer que, tras ese escaparate de colores, de líneas y de cifras, algo sustancial pudiera colmar el vacío.
[Traducción de Albert Galvany]