La lectura de Sarinagara despertó mi curiosidad por la obra de Natsume Sōseki, de quien tengo por casa un par de libros. Botchan, que demuestra el buen gusto habitual de Impedimenta, es una novela narrada en primera persona por un joven maestro que recala en provincias. Es un hombre ingenuo, un poco ignorante y, como él mismo subraya a menudo, no muy inteligente. Pronto tendrá que afrontar las bromas pesadas de los alumnos, los tejemanejes de otros profesores, los chismorreos propios de un pueblo, la vida en esa clase de lugares en los que todo lo que haces se acaba sabiendo. Pero el propio Botchan, a medio camino entre un joven y un adulto, es el primero que pone motes a sus compañeros, que no se calla lo que piensa y que acaba revelándose. Sōseki maneja un tono ameno y humorístico. El libro se devora de una sentada y comienza así:
Desde niño, he tenido una impulsividad innata que me viene de familia y que no ha hecho más que crearme problemas. Una vez, en la escuela primaria, salté desde la ventana de un primer piso y no pude andar durante una semana. Alguien se preguntará por qué hice semejante tontería. Pero la verdad es que no hubo ninguna razón especial. Simplemente estaba un día asomado a una de las ventanas del nuevo edificio de la escuela, cuando un de mis compañeros de clase comenzó a meterse conmigo diciéndome que, por mucho que me hiciera el gallito, en realidad no era más que un cobarde y que no sería capaz de saltar. El bedel tuvo que llevarme esa misma noche a cuestas a mi casa. Cuando mi padre me vio, se enfadó muchísimo y me dijo que no podía comprender cómo alguien se podía quedar sin caminar simplemente por haber saltado desde la ventana de un primer piso. Le respondí que la siguiente vez que saltara no me volvería a ocurrir.
Desde niño, he tenido una impulsividad innata que me viene de familia y que no ha hecho más que crearme problemas. Una vez, en la escuela primaria, salté desde la ventana de un primer piso y no pude andar durante una semana. Alguien se preguntará por qué hice semejante tontería. Pero la verdad es que no hubo ninguna razón especial. Simplemente estaba un día asomado a una de las ventanas del nuevo edificio de la escuela, cuando un de mis compañeros de clase comenzó a meterse conmigo diciéndome que, por mucho que me hiciera el gallito, en realidad no era más que un cobarde y que no sería capaz de saltar. El bedel tuvo que llevarme esa misma noche a cuestas a mi casa. Cuando mi padre me vio, se enfadó muchísimo y me dijo que no podía comprender cómo alguien se podía quedar sin caminar simplemente por haber saltado desde la ventana de un primer piso. Le respondí que la siguiente vez que saltara no me volvería a ocurrir.