Sigo leyendo las historias de Sherlock Holmes. Sólo las escritas por Arthur Conan Doyle. No sé cuánto tiempo llevo con este volumen: “Todo Sherlock Holmes”, editado en Cátedra, en una colección de tochos que voy comprando regularmente y que incluye las novelas de “Los tres mosqueteros”, todo Gustave Flaubert y la obra completa de Esquilo, Sófocles y Eurípides. Creo que empecé la lectura en las navidades del año pasado, más o menos. Venía de estar en Londres por segunda vez y, tras ver la efigie del detective y pasear por Baker Street, me entraron ganas de buscar en mi biblioteca este libro y ponerme a leerlo. Es lógico que lleve tantos meses enfrascado en sus aventuras: tiene mil seiscientas páginas, la letra es mediana tirando a pequeña y el papel es finísimo y está bien aprovechado. Lo cojo de vez en cuando. Con la lectura de las historias de Holmes y Watson se ha diluido la idea preconcebida que yo tenía de ambos personajes, como apunté en un artículo de principios de año. He comprobado ahora que la parrafada que suelta el héroe de “Basil, el ratón superdetective” (película de dibujos animados de Walt Disney, inspirada en Holmes y Watson) cuando menta al villano Ratigan, trasunto de Moriarty, está sacada del relato “El problema final”, uno de los más célebres del personaje.
Durante esta lectura, se van cruzando otros libros. Poco a poco trato de recuperar los clásicos juveniles e infantiles que no leí en su día. Acabo de leer “Las aventuras de Pinocho”, de Carlo Collodi. En mi edición, de Alianza, Esther Benítez ofrece la primera sorpresa: “Pinocchio”, el nombre original, significa “Piñón”. El primer traductor de la obra en España, cuando se publica a principios del siglo pasado, ya lo bautiza como “Pinocho” y así han decidido respetarlo en las ediciones posteriores porque nadie reconocería al muñeco de madera por otro nombre. La obra de Collodi presenta aspectos que no guardan mucha relación con las versiones de cine y televisión que conocemos. Por ejemplo, la violencia. A Pinocho llegan a ahorcarlo de un árbol para quitarle el dinero. Hay dentelladas con las que unos personajes arrancan a otros las patas o las orejas. Y el muñeco no es sólo el chiquillo travieso o gamberro al que estamos acostumbrados: es un cabroncete en toda regla. Al principio es capaz de vender el libro de la escuela que Geppetto le ha conseguido tras un sacrificio: la venta de su abrigo. Lo devoré de una sentada, pero para mi gusto acusa demasiada moralina: es un cuento en el que se intenta hacer comprender a los niños cómo no deben portarse. Algunos personajes (a veces el propio narrador) hablan del comportamiento ideal de los muchachos: deberían trabajar, ir a la escuela, ser educados, etcétera. No digo que no, pero molesta un poco cuando se insiste tanto en ello. La lectura me ha recordado que, en la adolescencia, llamábamos “Geppetto” a un colega de Zamora.
En la misma semana he leído “Lo seco y lo húmedo”, de Jonathan Littell, donde éste analiza el lenguaje en la obra literaria de un fascista. Me gusta compaginar las lecturas. Devoré también un volumen de artículos y ensayos de la croata Dubravka Ugrešić: “Gracias por no leer”. En sus páginas hay declaraciones contundentes, como ésta: “El escritor que no acepta las reglas del mercado muere, así de sencillo”. Se trata de un estudio en el que critica el modelo editorial de la actualidad: que la propaganda del libro sea más famosa que el libro mismo. Paso mucho calor en Madrid, pero al menos siempre me queda la literatura para sobrevivir y hacer esto más llevadero. Esté donde esté, pase lo que pase, necesito tener un libro a mano.