Uno de los rincones por los que hacía tiempo que no pisaba es la playa de Los Pelambres de mi ciudad. El otro día fuimos por allí, a cenar al merendero del mismo nombre y a disfrutar de las vistas. Una buena hora para acercarse es entre las ocho y media y las nueve de la noche, cuando el sol se está poniendo y uno se libera un poco del calor y puede observar el río Duero en el crepúsculo. Fuimos caminando, que es la manera más adecuada de ver el agua, los patos, los chavales que empiezan el botellón, los bolardos de bronce del Vía Crucis en la Avenida del Nazareno de San Frontis y los coches que pasan con recién casados dentro. Era sábado y, por tanto, había muchas bodas y novios haciéndose fotos. Miré hacia las aguas. No sé si es una impresión mía, pero me parece que el Duero a su paso por Zamora aún está más sucio, más negro y con más mierda que nunca. Y ya es decir. Porque siempre lo he visto atorado de porquería. Pero lo de ahora es de Libro Guiness de los Récords.
Cruzamos al otro lado. Por suerte, encontramos una mesa libre desde la que poder disfrutar del río, del cielo a medida que se hacía de noche y de las Aceñas de Olivares y de la muralla y de La Catedral y de las iglesias con cigüeñas recortándose en lo alto; había tantas que nos acordamos de “Los pájaros”. Creo que nunca había cenado en Los Pelambres. Tienen, entre otros manjares no aptos para quienes siguen dietas ligeras, tortilla de patatas, pimientos, cachuelas, embutido, mollejas, callos… El pan que ponen es de verdad, no de ése que parece de plástico y que comentaba el otro día en este rincón. Pan de pueblo, con sabor y sustancia. Poco después de sentarnos y pedir encendieron las luces que alumbran las Peñas de Santa Marta, uno de mis rincones favoritos de la ciudad. La vista desde “Benidorm” es privilegiada. Algo que no se paga con dinero, como se suele decir. Agradecí, además de los paisajes, la falta de ruido alrededor. Sólo se oía el rumor de las charlas de otros comensales.
Por la mañana yo había comprado El País para leer el suplemento cultural Babelia. Los sábados también incluyen El Viajero, pero no siempre lo miro. A veces ni lo abro. Los suplementos y revistas de viaje suponen para mí un tormento, porque muestran rincones del planeta que no sé si podré visitar algún día. Aquella mañana de sábado, sin embargo, me dio por abrir El Viajero y, más o menos hacia la mitad, vi dos páginas completas de publicidad (pagada por el Ayuntamiento, supongo, aunque no figuraba) sobre la ciudad. El título: “Zamora, a los pies de su castillo”. Seis fotografías y un texto que aún no he leído entero, por pereza, porque es extenso. Viene alguna imagen del Museo de Baltasar Lobo, en el que al final no entré, y a cuya ubicación Tomás Sánchez Santiago, con su lucidez y talento habituales, dio un buen palo en “Vuela el bronce”, su artículo del viernes pasado en este periódico. Lo que más me gustó es la predicción de un merchandising que podría ensuciar el nombre del escultor con pins y pisapapeles. Tomás siempre nos ofrece una perspectiva crítica y con ciertos apuntes irónicos que cabrea a los maulas. A propósito de mi ciudad, he encontrado otro blog que hace referencia a varios desmanes municipales: “Zamora en verde”. Pueden verse muchas fotografías que demuestran cómo es mi lugar de origen, o sea, pleno de aciertos y de chapuzas. Aciertos como El Castillo, la iluminación de la muralla o las Aceñas. Chapuzas como la falta de puentes nuevos, algunas plazas de trazado ridículo o poco funcional y lo de Lobo. Por citar varios ejemplos.