lunes, julio 06, 2009

Sidra de barril

Cuando uno se muda de ciudad debe renunciar a ciertas costumbres que le hacían la vida más aceptable o, al menos, le daban solaz durante los fines de semana. Con el cambio se ganan unas cosas y se pierden otras, pero siempre estamos intentando recuperar lo de antaño. Y no se trata de nostalgia. Se trata de hacer lo que te gustaba. Por la ciudad en la que me muevo a diario voy buscando garitos donde esté tan cómodo como lo estuve (o como lo estoy cuando vuelvo) en ciertos locales de Zamora. Se van encontrando equivalencias, lo dejé escrito ya. El par de sitios adecuados para las tapas, aquel bar donde el camarero siempre me invita a una ronda, etcétera.
En Argumosa, una de las calles de mi barrio, que no queda muy lejos de casa, hay una sidrería que frecuenté un par de veces, al principio, pero a la que apenas había vuelto desde entonces. Una de estas tardes de calor, junto a varios compadres, nos refugiamos allí huyendo de la solana y me fijé en que tienen sidra de barril. Puestos a escoger, prefiero la sidra natural, de botella, la que escancian en Asturias como sólo saben hacerlo ellos; y de ésta también tienen en este garito. Pero emborracha demasiado y lo que en las tardes de verano necesita uno es simplemente refrescarse, quitar la sed, hidratarse. Algunas tardes paso por allí y pido una jarra de medio litro de sidra. Hay un gran contraste entre los camareros que suelen estar tras la barra (hombres, blancos, maduros) y las camareras que sirven las mesas de la terraza y del interior del local (mujeres, negras, jóvenes). Me ponen la jarra delante y, en cuanto doy un trago a esa sidra de barril, no sólo sacio la sed y me refresco, sino que regreso a una de mis costumbres de antaño: de un trago vuelvo a la calle de Los Herreros.
Ese primer trago me empuja a revivir buenos tiempos, que los hubo; el pasado no siempre es bueno, por mucho que lo idealicen los abuelos. Con el sorbo me acuerdo de las tardes de verano. Íbamos a La Cooperativa, en Los Herreros, nos sentábamos a una mesa y pedíamos de beber. Yo escogía sidra. Servida en jarras de medio litro, de envase idéntico al que me ponen en esta sidrería asturiana de Madrid. Y entonces, entre unos cuantos amigos, contábamos cuatro batallitas, hablábamos de las chicas, de cine, de música e incluso de literatura. Hoy ya no resulta fácil hablar de libros con quienes no se dedican a ello, pero entonces sí, entonces había cierta pasión por los clásicos, por lo independiente, por las rarezas literarias. Otra parada obligatoria (salvo cuando cerraban unos días de verano) era El Quinti. En el piso superior pedíamos una de sidra y una de morro rebozado. Insisto en que estoy hablando de días laborables de verano. Refrescábamos el gaznate y yo optaba por la sidra para no regresar cocido a casa. Pero algunas veces, en especial si era martes, el asunto podía torcerse. Los tientos a la sidra llevaban a los tragos de cerveza y no era raro si de noche acabábamos en el Cherokee, entre hombres venidos del pueblo para tomarse una copa y gente de barrio que quería ver a las chicas que se desnudaban en el escenario. Me refiero a mujeres anunciadas en el cartel, no a espontáneas. Pero vuelvo al principio, que es lo que uno recuerda con más agrado: esas tardes de asueto en Los Herreros. Fue en los viejos tiempos, cuando todavía éramos estudiantes y cuando algunos de los colegas no habían optado por retirarse de la banda. Digo “banda”, pero podría decir pandilla o grupo de amigos. Así que de vez en cuando vamos a la sidrería de Argumosa, pedimos unas jarras y la sidra me transporta. Y, durante unos minutos, aquello funciona, chico. Estás a gusto en el presente, recordando los buenos ratos del pasado.