Al bajar del tren de la estación de cercanías de Embajadores me fijo en una máquina expendedora de libros. Es la primera vez que veo una. Había llegado a pensar que no existían. No sé cuántas habrá por Madrid. La observo durante un rato. Tiene más o menos las mismas dimensiones de una máquina de gominolas, chocolatinas y bolsas de patatas fritas. De hecho, junto a la máquina de libros hay otra de comida y se parecen mucho. El libro, así, se ha convertido en un objeto de consumo banal. La primera vez que leí sobre este invento, si mal no recuerdo, me pareció una buena idea. Ahora ya no me lo parece tanto, una vez estoy ante la máquina, una vez estoy ante un modelo. En su interior no hay variedad de títulos, aunque sí hay bastantes ejemplares de cada título. Best-sellers, en su totalidad. Los mismos libros que sueles ver una y otra vez en las listas de los más vendidos del año, pero en bolsillo. A precio reducido. Nada nuevo. Lo de siempre. La lista de títulos célebres, pero a precio módico, encerrados en una cabina, sin que el posible lector pueda palparlos, ni pueda hojearlos, ni pueda ver la sinopsis de la contraportada o leer algún párrafo.
Ya de poner la máquina, pienso en el primer minuto, podían meter títulos menos conocidos para que la gente se arriesgara. Luego lo medito y en realidad da igual. La gente cada vez lee menos. En España se publica cada día más y se compra y se lee cada día menos. El asunto va a la inversa. En el fondo da lo mismo. Da lo mismo que pongan una novela de Dan Brown que una de Thomas Mann: al final, siempre recaudará más dinero la máquina de agua, o la máquina de chocolatinas y cacahuetes. Y ninguna recaudará tanto como la máquina de tabaco. Me duele ver los libros metidos allí dentro, aunque sean best-sellers. Hago recuento. De todos los autores encerrados en esa pecera sólo he leído la obra de uno de ellos: de Arturo Pérez-Reverte, y no es un best-seller al uso. De los demás, no he leído nada. También tienen “El lector”, que es menos típico. No lo conozco. Vi la película y, aparte de algunos buenos momentos y de la interpretación de Kate Winslet, no me emocionó. Me pregunto por qué todo el mundo lee lo mismo. Me decía una amiga que trabaja en una biblioteca que, cuando los usuarios de la zona de préstamo van a buscar los libros esos de la saga “Millennium” y ella les dice que todos los ejemplares de la trilogía están prestados y además tienen reserva, algunas personas se lamentan en voz alta: “Vaya, ¿y ahora qué leo?” Yo le diría: “Señora, dése una vuelta por la biblioteca. Tiene más tesoros encerrados y libros por descubrir que pelos tienen usted y su amiga en las cabezas”.
Se está intentando meter el libro en un montón de sitios, con la esperanza de que el personal se anime a leer: en las máquinas de las estaciones, en Facebook, en los blogs, en los móviles, en los lectores digitales. Se han inventado incluso libros que no se mojan si uno va a la playa o a la piscina. Es como si estuvieran tratando de luchar por algo que caduca o muere. Intentan adaptar la literatura a los usuarios, a los nuevos tiempos. Y no se dan cuenta de una cosa: si el personal no quiere leer, no lo hará, vendan el libro como si fuera una Coca-Cola, le pongan una funda transparente para que no se humedezca o lo instalen en el móvil para los chavales. Al final le parece a uno que están convirtiendo al libro en una prostituta que debe adaptarse a las necesidades del cliente, del macho que la va a montar. Si todo eso funcionara, quizá valdría la pena. Pero me temo que no. Me pregunto qué será lo próximo.