Las dos de la madrugada. Perdemos el último tren de la noche para regresar a casa desde el piso de unos amigos. No es la primera vez. Y esa circunstancia me deja siempre doblado. Detesto el búho, la única manera de volver desde un barrio a las afueras, en una zona en la que no es frecuente encontrar taxis. El búho es la escoba que va recogiendo lo peorcito de la noche, la gente ya ebria y pasada de rosca. A veces se juntan en el mismo transporte quienes siguen de bares y quienes van a trabajar. Esas señoras sudamericanas que, probablemente, van a limpiar algún edificio de noche mientras a su alrededor el personal le da a la botella; tienen ojos de sueño, también de aceptación, como si pensaran: “Bueno, esto es lo que hay”.
El trayecto hasta Cibeles se me hace larguísimo. Demasiados gañanes jóvenes arman jaleo en el interior del autobús. En una de las paradas, se suben cuatro o cinco lolitas de barrio. El instinto cazador de los muchachos se afila. Veo los codazos, las miradas, las sonrisas. Pero ellas entran acompañadas de dos o tres chavales. Uno de ellos es cubano. Las chicas lo llaman “Negro”, sin ninguna clase de rebote por parte del chico, como si fuese un apodo que acepta y al que se ha habituado. No oigo que él las llame “Blancas”. En los medios de comunicación se montan cirios por el uso de esta palabra, que se considera políticamente incorrecto, pero luego ves a los chavales de las generaciones de ahora, los que conviven de verdad, las distintas razas que comparten pupitre o pandilla y no hay enfados ni líos. Al menos ha habido aceptación o eso parece. Al cubano se le nota feliz. Sonríe. Me tengo por observador, es uno de mis cometidos en la vida. Así que mientras finjo mirar el paisaje de coches, edificios y parques, estoy atento a lo que ocurre en el búho. Tres o cuatro de los patanes, al comprobar que las chicas dirigen su atención al cubano, empiezan a hacer burla en voz alta, imitando mal el acento, adrede: “Oye, chico, soy cubano”, dicen. No me hace gracia. No sé si el joven cubano se entera o no, pero da igual: él disfruta de su paraíso, de la compañía de las muchachas, y eso no se lo van a quitar las burlas ni los gracejos. Entonces, quizá por esa especie de justicia poética que en raras ocasiones se da en el mundo, en una de las paradas el autobús se llena de gente y dos de los pasajeros son negros, bastante altos y con las espaldas de armario. Se colocan cerca de quienes hacían chanza. Claro, ahora ya no hay huevos de imitar el acento cubano. Acaba la burla. Cuando se ven en igualdad de condiciones, los golfillos y los gamberros suelen poner punto en boca.
Holden Caulfield se deprimía cada poco en “El guardián entre el centeno”. Se deprimía por una situación, por una charla con un taxista, por no saber a dónde emigraban los patos en invierno, por el cretinismo de sus compañeros de estudios, por los fulanos con los que se tropezaba en los bares. Durante unos instantes, allí, dentro del autobús, de ese búho que hiende la noche para dejarnos a todos en Cibeles, que es el cruce de caminos por excelencia de la madrugada madrileña, durante unos instantes me siento como Holden. Miro alrededor y me deprimo. Pienso: “¿De dónde sale esta gente?”, “¿Qué le pasa a la mayoría de los muchachos de ahora?” Pienso también, al bajar en Cibeles e ir desde allí caminando a casa porque no hay taxis libres, en el salto que se ha dado en pocos años. Es decir: nuestros abuelos pasaban hambre y privaciones, vivieron la guerra, la dictadura y la escasez. Sus bisnietos disfrutan de todas las comodidades, de los adelantos tecnológicos, de un modo de vida completamente opuesto al de sus bisabuelos.