Crecí viendo películas de quinquis. A veces esos quinquis retratados en la pantalla estaban en la misma sala que yo, viendo un espejo de sí mismos. No me refiero a “El Jaro”, a “El Torete” o a “El Vaquilla”, sino a los quinquis que había en mi ciudad. También los hubo, claro. Y les encantaban esas películas. Yo no recuerdo si, entonces, a mí me gustaban o no esas historias broncas y salvajes de Eloy de la Iglesia o José Antonio de la Loma. Pero mi hermano, mis primos y yo no nos perdíamos una. “Perros callejeros”, “Colegas”, “Navajeros”, “Los últimos golpes de El Torete”, “El pico” y su secuela, “La patria de El Rata”, entre otras. Te estoy hablando de los setenta y de los primeros ochenta.
Como digo, no sé si me gustaban porque lo cierto es que, al menos yo, salía horrorizado y con un pequeño trauma a las espaldas. Tenían su morbo. Cuando eres un chaval y ves un filme en el que a un tío lo castran y luego cae con su coche por un precipicio, y otro en el que se inyectan heroína y sufren el mono de caballo, y otro en el que se tira de navaja para quitarle el bolso a una señora, pues eso te afecta de algún modo. Ahora, mirando hacia el pasado, creo firmemente que no sólo la insistencia y la educación de mi madre me persuadieron de probar las drogas, sino que también contribuyeron las escenas más fuertes y desagradables de esas películas. Porque entonces, de crío, en la butaca, le cogí miedo y asco a la aguja, al mono e incluso al olor a porro que emanaba de las pandas de quinquis que fumaban, antes de las proyecciones, en las escaleras previas a la tribuna o a la puerta de los cines. Tal vez no sea mala idea educar a los críos con “El pico” o “Perros callejeros”, aunque también inspiraron a muchos de los golfillos de barrio y de chabola que quisieron emular a sus protagonistas. El caso es que a mí “El pico” y su secuela me dejaron una impresión salvaje respecto a las huellas que deja la droga. En su día fueron muy criticadas por la prensa oficial, pero hoy son películas de culto. Y es lógico. Ya sabemos que el tiempo se encarga de arreglarlo todo y no siempre los críticos aciertan en sus valoraciones. Me vienen a la memoria las caras de los protagonistas. Casi todos murieron de sobredosis o de sida o probaron la vida entre rejas: José Luis Manzano, Sonia Martínez, Antonio Flores, Ángel Fernández Franco “El Torete”, José Antonio Valdelomar, etcétera. Pero mi favorito era José Luis Fernández “El Pirri”, un tipo mítico, intenso y delgadísimo, que aportaba algunas notas de humor en estas cintas. Recuerdo la noticia de su muerte en los periódicos: encontraron su cadáver en un descampado, a las afueras de Madrid.
Viene todo esto a cuento por el libro que acompaña a la exposición sobre quinquis que estos días (y hasta septiembre) puede verse en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona: “Quinquis dels 80” (en catalán y en castellano). Pedí una copia por correo a la Diputación de Barcelona, me costó unos diecisiete euros en total y lo he devorado nada más recibirlo. Incluye textos de Amanda Cuesta, Mery Cuesta, Eloy Fernández Porta y Sabino Méndez. Incluye la reproducción de carteles y fotos de películas, portadas de discos y de libros, cómics de la época, declaraciones de algunos protagonistas de entonces, recortes de prensa e incluso un glosario quinqui. Me alegra que Eloy Fernández analice la reedición de “El demonio te coma las orejas [1997 – 2008]”, de David González, porque así se le hace justicia a un libro imprescindible, del que muy pocos medios de comunicación informaron el año pasado. Es uno de los títulos recomendados en la expo del CCCB, que espero ver este verano.