Mencionaba la semana pasada que unos cuantos amigos y conocidos han regresado a nuestra ciudad. Consiguen un nuevo trabajo allí, o logran que los trasladen a la provincia sin cambiar de puesto o metiéndolos en un curro parecido, y se establecen otra vez en el lugar donde crecieron. También hay gente que se cansa de dar tumbos o que añora las calles de su infancia y adolescencia y abandona la ruta y regresa. A mí me va a venir muy bien para esos fines de semana en que vuelvo a Zamora. Reconozco que en algunas ocasiones me daba pereza ir de viernes a domingo porque los pocos colegas que quedaban allí se iban fuera el fin de semana o se venían un par de tardes a Madrid o directamente no salían. A partir de ahora será distinto. Me contaba una amiga, madre reciente, las ventajas que estaba encontrando en la ciudad (lógico: es más fácil criar a un bebé en Zamora que en Madrid). Entre ellas, la ventaja de poder salir hasta el parque más próximo con el cochecito del niño y darse una vuelta con calma sin tener que tomar antes el metro, el autobús o su coche. O ir al trabajo dando un paseo de mañana, sin prisas y sin tanto tráfico y sin tener que subirse a los transportes públicos. O tener a mano a la familia. A mí Madrid me gusta, pero es una ciudad poco recomendable para bebés, madres y ancianos.
Parece que la tendencia va siendo esa, a medida que cumplimos años: volver. No sé si la frase me la dijo alguien en Semana Santa o si me acaba de venir a mí a las mientes. Es probable que sea lo primero. Una vez que la gente forma una familia o intenta formarla hace lo que sea para regresar. En días pasados escuché que unos cuantos amigos más no descartaban volver en breve. Porque luego están otros factores: está la bebida más barata de los bares, están las tapas tiradas de precio, está todo a la vuelta de la esquina y eso es algo que el personal acaba necesitando. Tal vez cuando los bebés que han llegado (y los bebés que llegarán) crezcan y se conviertan en muchachos recién formados en el instituto, tal vez entonces esos mismos chavales se vean forzados a emigrar para buscarse un trabajo y empezará el ciclo de nuevo: regresarán con los años; y sus hijos, cuando los tengan, tendrán que irse a su vez. No sé si veremos el día en que ese ciclo se interrumpa. Aunque tampoco conviene a muchos habitantes. Zamora, no nos engañemos, se está construyendo a medida de las necesidades y posibilidades de la gente menos joven. En cuanto se masificara y con ello aumentasen los robos y los crímenes, el tráfico, las prisas, el caos y demás detalles propios de las ciudades grandes, ¿cuántos desearían volver atrás, a lo que tenían, al concepto de provincia con pocos sobresaltos y un ritmo de vida sosegado? Demasiados.
Charlando de estas y otras cosas, me preguntó alguien si yo volvería. No me fui por razones laborales, así que no veo el problema, en principio. Lo malo es que me he acostumbrado a algunas ventajas (culturales) de las que no sé si podría desprenderme. Se lo dije en broma (o no tan en broma) a una amiga la otra tarde: “Sería feliz en Zamora si pusieran la Fnac y una sala con películas en versión original”. Porque, en el fondo, no soy exigente. Pero mi vida parte de toda esa cultura. Sin merodear por librerías donde se consiguen todos los libros, tanto las novedades como las antiguallas, y sin ese cine en inglés o en francés o en alemán al que me he acostumbrado, y sin esos recitales poéticos a los que voy de vez en cuando, no estaría satisfecho por completo. Nunca se sabe. Y no sólo eso. Hay otra cuestión: la cantidad de enemigos que he dejado atrás, allí, en mi lugar de origen.