Yo estaba por entonces lleno de odio a mí mismo y sobre todo al mundo, y las ganas de prender fuego a esta maldita ciudad y pegarme después un tiro en la boca se acrecentaban cada vez que me acercaba a la universidad. Iba andando. Hacía frío y nunca tenía un duro, pero eran ellos, los estudiantes que se cruzaban con mis orejas congeladas y mis bolsillos vacíos, quienes avivaban los deseos de hacer explotar todo. Sus conversaciones, vacías y seseantes, sus aires intelectualoides de importancia, sus zapatos, sus gabardinas, sus cerebros, me revolvían el estómago hasta la náusea. Pensaba: –Tío, estos son nuestro futuro– y sentía muchas más ganas de hacer estallar el mundo; o por lo menos de volarme los sesos. A ti, sin embargo, te quería.
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