Se nota en estos días el buen tiempo. Se nota que estamos a punto de entrar en la primavera. Cuando advertimos esas primeras huellas (el piar de los pájaros por las mañanas, el entusiasmo de la gente jubilosa gracias al sol, los balcones abiertos de las casas, las chicas con menos ropa), nos da una especie de subidón. A mí me encanta la primavera, pero luego lo pienso en frío y es sólo una suma de inconvenientes. Por ejemplo: es el tiempo en que me toca padecer las alergias al polen. Los titulares que he encontrado al respecto no son muy alentadores: “Los expertos prevén la peor primavera de la década para los alérgicos”, “Expertos advierten de que esta primavera tendrá una concentración de pólenes intensa, debido a las abundantes lluvias”, “Se avecina la peor primavera de los últimos diez años para los alérgicos”. No imagino que algo pueda ser aún peor que el martirio primaveral que ya conozco: ese picor continuo que me obliga a tener pañuelos de papel a mano y a estornudar cada poco. Esta es la rutina de un alérgico al polen: en primavera lleva kleenex porque tiene alergia y en invierno lleva kleenex porque tiene catarro.
Crees en las bondades de la primavera, pero entonces reparas en que te cuesta beber el té y la sopa y comer otros platos de cuchara. Líquidos demasiado calientes para el paladar. A principios de esta semana noté el calor en casa. Vi rayos de sol dándole duro a las ventanas. Y me sentí bien, reconfortado. Hasta que empecé a escuchar el jaleo exterior y tuve que recurrir a mis clásicos tapones para los oídos si quería leer sin impedimentos. No lo recordaba. El jaleo venía de enfrente, de los críos hindúes de mis vecinos. Viven encerrados en el piso, o al menos yo nunca los he visto salir, y cuando empiezan los primeros calores les abren el balcón para que den guerra allí fuera. Me recuerdan un poco a los chiquillos que aparecen en “Slumdog Millionaire”: igual de salaos e igual de puñeteros. Es lo que tienen los críos: que se les adora y se les detesta al mismo tiempo. Pregúntale a cualquier padre, o dile qué rico es su niño y te responderá: “Sí, es muy rico desde fuera, porque tú no tienes que aguantarlo todo el día”. Si a mí me agobian los vecinos, imaginen el suplicio de la madre, cuya figura se recorta de vez en cuando en la ventana y siempre va envuelta en el sari y sólo se le ven las manos y la cara. Una de estas mañanas, hace tres días o cuatro días, descubrí a dos de estos pequeños diablos “encerrados” en el balcón. Me preocupé un poco porque no me parece un castigo adecuado. Suplicaban a la madre que les abriera y ella no tardó más de dos minutos en hacerlo. Supongo que fue algún escarmiento, o que estaba tan harta como yo de sus gritos.
Pero me desvío. Hablaba de la primavera y de las molestias que me trae el calor. Por las noches también se nota ya que sale más gente. Algunas pandas se apostan en las esquinas y no sé qué demonios ingieren. El caso es que se les va la pinza. Parecen brujos en trance. Supongo que a algunas personas esos colocones de los negros les darán envidia y querrán meterse lo mismo, como en esa escena de “Cuando Harry encontró a Sally” en que una señora, tras asistir al orgasmo (fingido) de Meg Ryan, llama al camarero: “Tomaré lo mismo que ella”. Otro de los grandes inconvenientes de los prolegómenos de la primavera es que resulta más duro estar aquí, encerrado, escribiendo. Uno mira por la ventana y escucha la jarana de la peña que sale a la calle y sólo quiere salir. Las horas metido en casa, entre letras, se hacen algo más largas. Pero ya conocen el dicho: “Sarna con gusto no pica”.