Superada la mórbida fascinación victoriana por la carne deforme y tumefacta de los freaks que, de feria en feria, se exhibían ante los ojos de un público aún marcado por el puritanismo religioso –los freaks eran “el fruto del pecado original”, tal y como puede verse en un efectista pasquín publicitario durante una secuencia de El hombre elefante (The Elephant Man, 1980), de David Lynch–, la Nueva Carne es una monstruosidad que reniega del folclore y de la mitología, de la moralidad y de la lógica. La Nueva Carne, ya sea a tarvés de las pinturas de H.R. Giger, las fotografías de Joel-Peter Witkin o las viñetas de Charles Burns, acomodándose en los films de David Cronenberg o en los cuentos de Clive Barker, hace que el infierno sea algo físico, no imaginado. Así pues, uno de los principales méritos de la Nueva Carne consiste en su habilidad para crear monstruosidades creíbles y tangibles. Sus monstruos son posibles, tienen las proporciones adecuadas. Ninguna sensibilidad artística anterior se ha arriesgado tanto en el camino de la realidad grotesca. Todas esas contorsiones, caras bestiales y muecas diabólicas son profundamente humanas. En una palabra, es difícil precisar el punto en que la realidad y la fantasía se confunden.
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