Muchos años antes de trasladarme a Madrid, cuando vivía en Zamora, aprovechaba el carnaval hasta sus últimas consecuencias. En los carnavales parece que la gente se excita. Hay ganas de cachondeo, de golfería y de mamoneo. Un chaval dice cosas que, de otro modo, sin la máscara, no se atrevería a decir a una mujer. Ibas por Los Herreros y las chicas andaban de aquí para allá con sus disfraces y se las notaba revolucionadas. Se jugaba mucho al baile de máscaras de la alta sociedad. Quiero decir que alguien tomaba una copa en la barra de un bar y se le aparecían dos o tres personas disfrazadas que jugaban con él o ella, instándole a que adivinara la identidad de los ocultos bajo las caretas, los antifaces o las capuchas. En los carnavales se juega a todo eso y a más. El personal se desinhibe, se suelta el pelo. Hay juego en la calle. El pueblo no tiene miedo a conversar y a juntarse. En aquellos carnavales de entonces, en Zamora o en La Bañeza, te ocurría que ibas conociendo gente sólo si llevabas disfraz. Me gustaba ese plan, pero el disfraz cansa mucho. Mortadelo debe estar exhausto las veinticuatro horas del día, tras tanto cambio de atuendo. El carnaval deja agotado. Pasas el doble de calor que en condiciones normales, y siempre te agobia algo: una costura, la goma de la careta, la espada que se cae, el maquillaje que se emborrona, las botas que no te sientan bien. Lo pasas en grande, pero pagas un precio.
En Madrid, que yo recuerde, apenas he salido en noches de carnaval. El sábado anterior fuimos un rato por ahí, no mucho, lo justo para que en un garito nos timaran: lo cuento luego. Hay algo de lo que quisiera dejar constancia aquí y ahora: Madrid es una ciudad llena de gente tan extraña que no sabes si un tío va disfrazado o si es así de verdad. Nos metimos en un local y jugamos a las adivinanzas: “¿Tú crees que ese fulano de allí va con disfraz o es su pinta habitual?”. A mi lado, en la barra, había un chaval de gafotas, camisa de cuadros rojos metida por dentro del pantalón, piercings en la nariz, rostro sin afeitar, corbatín, pantalón estrecho, tupé… Al principio pensé que era un disfraz. Un disfraz de algo. No quedaba muy claro. Luego me di cuenta: era su indumentaria habitual. Así estuvimos un rato: “Mira, yo creo que esa chica va vestida de Angus Young”. “Bueno, a mí no me queda claro que sea un disfraz”. Como lo cuento. Nos cruzamos con tipos de rostro tan difícil que dudábamos: “¿Es una careta o es su cara? ¿Lleva peluca o es su pelo de verdad? No sé si el bigote es postizo o real”. Madrid es así. Es una ciudad muy divertida y sin límites. En Zamora no pasa eso. En Zamora te pones un sombrero y te señalan con el dedo. En nuestra ciudad llamas la atención si te sales de lo establecido. Se distingue al disfrazado del no disfrazado.
Estuvimos en un local próximo a Montera, por donde las prostitutas jóvenes aún rondaban a la caza de clientes. Para evitar garrafones, opté por un mojito. Me soplaron ocho euros. Por un mojito con tamaño de móvil de Nokia, que es el que yo uso. Sin apenas alcohol. Le echan mucho hielo picado, unas ramas de menta, lo agitan y, “voilà”, ocho euracos. Luego pedí una cerveza, porque el mini mojito te dura diez minutos. Tras la cerveza, optamos por ir a casa. Sentado en la acera, cerca del portal, había un negro risueño que nos pidió fuego. Nos pidió perdón cien veces sólo por preguntarnos si llevábamos mechero. Tenía un bote de Coca-Cola con una grieta en el lomo. Lo puso en horizontal y acercó los labios a la abertura por donde se bebe. Con el encendedor, aplicó la llama a la grieta. Y aspiró. No entiendo mucho de esas historias. Supongo que estaría fumando un chino, pero a lo barato. El bote era la pipa.