Días helados en la ciudad de Sherlock Holmes. Holmes es un personaje ficticio, pero cuenta con su propio museo. Está en Baker Street, ¿dónde, si no? En el número doscientos veintiuno. En la misma calle donde vivieron los escritores Arnold Bennett y H.G. Wells (“Lived and worked here”). Al lado de la tienda de merchandising sobre Holmes y de dos tiendas para el fan: Beatles Store y Elvis Store, tres locales para disfrutar con figuritas, libros y rarezas. Y no muy lejos de la estatua dedicada al héroe de Arthur Conan Doyle, en la que pone “The Great Detective”. Porque Londres es un lugar que ama y respeta a sus héroes, aunque sean de ficción. Recorremos la ciudad para verlos. Para ver a Peter Pan en Kensington Gardens, rodeado de hadas, ratones, ardillas y otros animales. Para ver la estación de Baker, en cuyas paredes se recorta multiplicado el perfil de Holmes, con su gorra y su pipa. O la estatua de Charlot en Leicester Square. El cine mudo de Charles Chaplin es ahora una suma de bullicio y sirenas porque junto a él han puesto atracciones de feria. Y la de Laurence Olivier, sujetando una espada ante el National Theatre, y la figura no se parece nada al actor.
Recorremos las calles y escrutamos los rincones a los que van los mitómanos en penitencia. Las placas de Jimi Hendrix y de Händel, en las fachadas de dos edificios de Brook Street, que cuentan los años en que allí vivieron ambos. La placa de Charles Dickens en el cuarenta y ocho de Doughty Street, donde hay un museo dedicado al autor, pero no entramos porque cobran en la puerta. El inmortal paso de cebra de la portada del disco de “Abbey Road”, sin que nada en esa calle indique que se trata del mismo paso de cebra (pero lo es: viene señalado en un folleto). La calle es pequeña, en realidad no es gran cosa. Los iconos musicales saben convertir sitios así, un poco vulgares, en regiones mitificadas. A unos metros están los estudios de Abbey Road, con la fachada repleta de pintadas, autógrafos y garabatos. Allí han dejado huella muchos seguidores de The Beatles. Fotografiamos la fachada de la Marylebone Station, la misma que aparece en la película “¡Qué noche la de aquel día!”, y el número tres de Savile Row, donde estuvo Apple Corp.: dos sitios ineludibles para beatlemaníacos. Sobre todo el segundo: en el tejado del edificio de Savile dieron The Beatles el último concierto; fue en el sesenta y nueve, y aún tengo escalofríos cuando recuerdo las imágenes filmadas de la banda mientras tocaban “Don’t Let Me Down”.
Cerca de Embankment Station, en John Adams Street, vimos la exposición temporal y gratuita de fotografías de Bob Dylan, “Thin Wild Mercury”. Imágenes capturadas por la cámara de Jerry Schatzberg. Ampliadas y enmarcadas. Y allí está: la foto que luego sirvió de portada para el lp “Blonde on Blonde”, con ese Dylan de pelo revuelto y bufanda. Schatzberg es, además, director de cine: “Pánico en Needle Park”, “El espantapájaros”, etcétera. Las copias de las imágenes cuestan un pastón. Me fijo en el precio de una: catorce mil libras. En un rincón hay una nevera llena de botellas de cerveza Budweiser. Una de las salas de la expo muestra fotografías extraordinarias de John Lennon, The Rolling Stones, Paul Newman, Johnny Cash, Brigitte Bardot, Audrey Hepburn, The Beatles y David Bowie. Quisiera robarlas todas y construirme mi propio museo de mitos. Londres compendia tantas huellas literarias, musicales, cinematográficas, que uno termina desbordado. Ese Londres pop que me entusiasma también lo encontramos en “Jardines de Kensington”, la novela de Rodrigo Fresán sobre James Barrie y Peter Pan. Bendita cultura. Bendita ciudad.