Britney Spears es todo un personaje digno de estudio, como lo son otras pijas de su estilo: Lindsay Lohan, Paris Hilton o Victoria Beckham. Spears siempre está generando noticias y chismes, como lo hizo otro icono del pop en su momento, o sea, Michael Jackson. La diferencia entre las otras mentadas (Lohan, Hilton y Beckham) y Britney Spears es que las tres primeras siempre parecen ellas mismas en las fotos de los paparazzi, en los videoclips y en las películas, en las revistas de moda y en las comparecencias públicas, mientras que podemos decir que existen dos Britney Spears muy diferentes. Dos caras. No se parecen mucho entre sí.
Una es la que protagoniza los vídeos musicales y hace negocio con su imagen en los anuncios. La otra es la que retratan los fotógrafos en fiestas o saliendo a la calle a hacer la compra. No he visto otro personaje con tantas diferencias entre su perfil público y su perfil privado. El perfil privado de Britney Spears supone un bosquejo de un icono caído en desgracia, en horas bajas, dando las últimas boqueadas, triturando su reputación. Es la Spears que vemos en las revistas de cotilleo y en los foros consagrados a las más famosas del planeta, la que aparece en esas fotos hechas a traición: cuando sale de un coche con sus amigas, borracha, con minifalda y sin bragas. La han pillado cuarenta veces enseñando la entrepierna, y aún así sigue repitiendo la hazaña: salir de una limusina con poca ropa y enseñando el carnet de identidad más íntimo. Y beoda, por supuesto. Es la B.S. a la que los paparazzi acosan desde que sale a comprar algo a la tienda de la esquina o se va a dar un paseo. Los fotógrafos no se cortan un pelo y obtienen imágenes donde se le disciernen incluso las espinillas de la cara. Suele aparecer sin sostén, con una barriga prominente al aire, con michelines que se notan bajo el habitual chándal. En los foros y en los mentideros suele comentarse que está fondona, descuidada, sin arreglar, con mala cara, con ojeras y con la piel hecha fosfatina. Apuntemos que suele ser cierto. Es la imagen de una diva en decadencia. El perfil privado que una estrella preferiría que nadie viera, pero al mismo tiempo sabe que no puede evitarlo porque la prensa amarilla se le mete hasta en los camerinos. Uno ve esas fotos y piensa en lo desvencijada que está la Spears, y en que ya no es la que era. Pero luego saca un disco y nos devuelve el perfil público. El perfil público es lo contrario. Es un perfil perfecto para las adolescentes que consumen su música, el perfil adecuado para que la maquinaria siga en marcha y se haga pasta. Entonces Britney Spears aparece en videoclips y uno ve que el pelo es más rubio y está más limpio. Que la piel carece de imperfecciones. Que sale con un cuerpo más o menos escultural, según los gustos, pero en todo caso un cuerpo delgado. Que es otra tía.
Y entonces uno se pregunta si no habrá dos Britneys, dos barbies: una que hace la vida cotidiana de todo ciudadano y otra que sirve para ganar dinero. También es posible que no sea cosa de recuperación en el gimnasio, de dietas, maquillajes y peluquería, sino que hayan resuelto el asunto mediante PhotoShop en las revistas y manipulación digital en los videoclips, porque parecen dos personas distintas. Pero está bien que así sea. Porque, para muchas adolescentes, la perfección pública que alcanza este icono del pop es un modelo a imitar. Quieren ser como ella y como la Lohan. Triunfadoras, jóvenes, estrellas, famosísimas. Y el perfil privado de la Spears, tan ruinoso y frágil, favorece que no vean en ella a alguien inalcanzable y perfecto. Así comprueban sus defectos y su parte humana y no se obsesionan.