Una nueva ordenanza del Ayuntamiento de Madrid prohíbe ahora que haya hombres-anuncio y repartidores de publicidad en las calles. El entorno del centro, por Sol y por ahí, está plagado de estos trabajadores. Hombres que sujetan grandes carteles amarillos que anuncian la compra venta de oro. Individuos con gorra que se ponen junto a las bocas del metro para endiñarte en la mano ese papel con ofertas de un restaurante o de las actividades de un adivino, ese papel que casi nadie mira y que unos arrojan al suelo y otros meten en el bolsillo hasta que encuentran una papelera. Vas por la calle y es un latazo que te llenen las manos de publicidad. El repartidor sabe que ni siquiera le echarás un vistazo al papel, y tú sospechas que él lo sabe, pero da igual. Él hace su trabajo y tú le coges el folleto para que se deshaga cuanto antes de la carga y pueda ir a cobrar.
Dice Alberto Ruiz-Gallardón que a partir de esta semana estarán prohibidos estos hombres-anuncio y estos repartidores de panfletos. Dice que es “vejatorio y degradante” que haya hombres que utilicen su cuerpo como soporte para la publicidad. “No lo prohibimos sólo por razones estéticas, sino porque el Ayuntamiento no debe promover esas conductas”, añade. Quizá en eso estemos más o menos de acuerdo: en que salir a la calle ataviado de carteles no deber ser nada agradable, en que no es lo mismo que lucirse en una pasarela de moda. Es un trabajo para el que hay echarle huevos: imagínense ustedes poniéndose las tablas amarillas y paseándose luego por las zonas más concurridas de su ciudad. No parece fácil, ¿eh? Ahora bien, que uno se vea degradado o no, es subjetivo. Dependerá de cada uno de esos trabajadores. Pero ya Gallardón ha decidido por ellos. Al parecer, no cumplen con los requisitos estéticos que quiere para su ciudad. Bueno, Gallar, la pregunta que a mí me surge, y supongo que le surge a muchos ciudadanos, es: ¿Y qué harán esos hombres supuestamente vejados y degradados cuando se queden sin trabajo? Porque el hambre y la necesidad de sobrevivir no entienden nada de la dignidad o los tratos vejatorios. El hombre-anuncio, hasta donde yo sé, gana una miseria. Pero igual es lo único que tiene. Es fácil hablar de dignidad y de razones estéticas cuando se está en un buen puesto, sentado en un despacho, con traje y corbata y peinado a gomina.
Aún hay más. Porque, si nos fiamos por el criterio de Gallardón, es decir, que un hombre que lleve publicidad encima está sometido a una situación vejatoria, entonces tendremos que examinar con lupa un montón de casos similares. ¿Acaso no llevan anuncios impresos en las camisetas muchos de esos trabajadores de los restaurantes de comida rápida? ¿Y qué me dicen de las gorritas, al estilo yanqui, que tienen que calzarse quienes curran en McDonalds, Telepizza y otras cadenas? ¿Y esos centros comerciales en los que los empleados llevan bordado el logo de la empresa en el uniforme? ¿Es o no es vejatorio? ¿No se convierten también en constantes hombres-anuncio mientras atienden a la clientela? Si me pongo una camiseta que anuncia Dyc (tengo alguna por ahí) y salgo a la calle, anunciando con mi cuerpo una marca, ¿entro en una situación degradante y vejatoria? Me temo que Gallardón quiere eliminar ciertas señas de identidad de las calles (repartidores, hombres-anuncio, prostitutas, mendigos, camellos), para darle lustre a la capital y que parezca otra cosa, y en el caso de los anunciantes callejeros no se le ha ocurrido una excusa mejor.