El verano en Madrid es una travesía cada vez más dura, difícil de soportar. En mi caso, me toca afrontar una suma de calor y de ruido que a ratos me tiene de los nervios. No sé qué llevo peor. Creo que el ruido. Lo cual me obliga a utilizar los tapones de espuma para los oídos con más frecuencia de la habitual. El resultado es que estoy pasando un verano en el que vivo como si fuera un sordo. Y no me agrada en absoluto. Es igual que en esos reportajes en los que Juan José Millás se venda los ojos durante varios días para saber cómo se siente un ciego en la ciudad o se pasa dos semanas en silla de ruedas para descubrir las barreras físicas de la calle.
Para que corra un poco la brisa tengo abiertas las ventanas, día y noche. Eso hace que me lleguen multiplicados los ruidos del exterior. Con el calor, los demás vecinos abren sus ventanas y sus balcones y llenan el aire de gritos, de broncas, de conversaciones, de música y de diálogos de series de televisión. Los vecinos que hay frente a mi ventana suponen una intolerable caja de ruidos. Son varias familias hindúes. Debajo de ellos hay otro batallón de hindúes, todos varones. Y debajo de estos últimos, lo mismo. Yo creía que los hindúes no la piaban, que eran silenciosos y pasaban por la vida de puntillas y sin levantar la voz. No es cierto, al menos en el caso de mis vecinos. Esta semana ha sido especialmente difícil de sobrellevar. Se levantan en torno a las diez, o quizá antes, lo cual me permite aprovechar el silencio previo para escribir estos artículos. Luego es imposible. Porque desde esa hora hasta mucho más allá de la una de la madrugada me toca soportar lo siguiente: algarabía y llanto de niños, de un montón de niños, como si la casa fuera un hospicio, como si allá se estuvieran reproduciendo con la frecuencia con que lo hacen los conejos, y veo críos de distintas edades, desde bebés hasta chavales ya creciditos; broncas brutales de las madres a los niños cuando lloran, mujeres cuyos gritos no casan con su exquisita indumentaria repleta de colorido y con esa solemnidad que uno espera de quienes parecen místicos; música hindú a un volumen atronador, cánticos que me gustan pero que acaban cansando tras varias horas a todo trapo; canciones y diálogos de las series y musicales de Bollywood que ponen en sus canales o en sus reproductores de dvd (en el barrio hay videoclubes especializados en producciones bollywoodienses); conversaciones a voces entre los hombres y mujeres de ese piso con otras personas que pasan por la calle, por lo general amigos o familiares que llegan o se van de visita; la musiquita torturadora de uno de esos teclados infantiles que suenan como el culo y que sólo tienen dos temas instrumentales que los niños repiten durante horas y horas, hasta que a uno le duele la cabeza y ya no puede sacarse la musiquilla de la mente en todo el día. Siempre sale ruido de allá: los juegos de los niños, sus llantos, las broncas maternas, la música, el teclado infantil, los juegos de los niños, sus llantos, las broncas, etcétera. Una locura.
A ello se suman las conversaciones por el móvil de los tipos del piso inferior. Salen al balcón a hablar y a uno le parece que hay una riña y, cuando se asoma, no hay tal pelea, sino un tío hablando por teléfono. Se suman los ladridos del perro de los vecinos españoles. Los cláxones de los coches cuyos dueños quieren entrar o salir del garaje, bloqueado siempre por algún jeta que aparca donde no debe. Las discusiones de los beodos que pasan. Las sirenas de la poli. Las vecinas que hablan a gritos, en plan castizo. Cuando me acuesto, los hindúes siguen armando jaleo. Así que uso los tapones para escribir, para leer, para dormir, para relajarme. Sordo, sin serlo.