Una norma no escrita de la juerga nocturna establece que no se debe salir de un bar si uno no ha escogido el siguiente local en el que recalará. Si uno sale del garito y no tiene clara su próxima parada, y si está con más gente, lo más probable es que todos permanezcan un rato en la calle decidiendo hacia dónde ir. Se establece un debate entre los miembros del grupo y lo único que obtienen es una situación de paréntesis, o sea, quedarse parados en mitad de la acera. Y de esa forma los ánimos se enfrían. No hay consenso, cada uno quiere ir a un sitio y cuando el grupo arranca puede haberse esfumado el entusiasmo de la farra.
La otra noche volví a vivir una de esas situaciones. Dos de nuestros amigos, durante ese paréntesis de indecisión, optaron por irse a casa. Alguien sugirió ir a un karaoke para echarse unas risas. Estábamos en una zona por donde no solemos salir, lo que viene a ser como estar en medio de ninguna parte. No teníamos muy claras las referencias. Uno de mis colegas decidió parar a los taxistas para preguntarles si sabían dónde quedaba el karaoke más cercano. Los dos primeros no sabían, pero el tercero parecía versado en esa clase de negocio y nos llevó hasta allí. No recuerdo el nombre del local y no tiene importancia. Pero sí la tiene una evidencia: aquel lugar es uno de los garitos más casposos que he pisado nunca. Un bar de dos plantas, con camareros que iban uniformados con camisa blanca y pajarita negra. Una decoración que me trajo a la memoria el saloon de cualquier western de bajo presupuesto, con sillas bajas que incluían apoyabrazos y respaldos forrados de skay. Sofás dispersos por aquí y por allá. Cuadros en las paredes; cuadros de baja calidad y una simpleza absoluta. Y una clientela que, en su mayoría, estaba compuesta de pandillas de jóvenes beodos y de tipos panzudos y alopécicos de mediana edad y también de grupos de dos o tres mujeres no muy agraciadas. En los ojos de todos parecía refugiarse la derrota, y eso quedaba al descubierto cada vez que alguno de ellos salía a cantar. Acostumbraban a escoger las canciones más ñoñas y pastelosas. Temas de amores perdidos y de hombres y mujeres desamparados, de parejas rotas y de cuernos y amantes. Cosas en plan “te fuiste porque ya no me quieres” y “mi vida sin ti es un páramo”. Temas de Julio Iglesias, la Pantoja, Bisbal, Rocío Jurado, Pimpinela, etcétera. Supongo que Iglesias es el número uno de los karaokes. Siempre me viene a la memoria esa escena inolvidable de “Huevos de oro” en la que Javier Bardem canta, medio en pelotas y en el karaoke, “Por el amor de una mujer” de Julio Iglesias.
Uno de mis amigos insistió en cantar unos temas. Pero temas actuales, de pop, nada de canciones moñas. Nos trajeron un libreto donde estaban apuntados los tracks disponibles y los nombres de los solistas y de las bandas y la numeración de cada corte. Yo nunca había estado en uno de estos sitios y no tenía mucha idea del asunto. Eché un vistazo al libreto. Me sorprendió porque incorporaba canciones de gente de lujo, como Loquillo y los Trogloditas, The Beatles, Frank Sinatra o Elvis. Incluso tenían un tema de La Sonrisa de Julia. Escuché a la gente desafinar, afrontando como podían el trago del ridículo, y para mí fue duro oír a dos tipos que trituraron el “New York, New York” de Sinatra. Mi colega no lo hizo mal. Nos divertimos mucho, a pesar de la tristeza que emanan algunos de estos personajes aquejados de mal de amores. Nuestro choteo no ahorraba aplausos y elogios para quienes peor cantaran. Y había que tener valor, porque lo hacían en un escenario desnudo y bien iluminado.