Trece años atrás, más o menos, leí una novela evocadora como un perfume que se titula “Tranvía a la Malvarrosa”. La escribió Manuel Vicent, por si alguien aún no lo sabe. La novela habla de la iniciación en la adolescencia, en un escenario de crímenes célebres, fulanas y boleros, amores y juergas, playas y dictadura franquista. Desde entonces me quedó el título en la cabeza, una especie de promesa de paraíso en el Mediterráneo que siempre quise visitar. La estación de ferrocarril de Valencia queda a tiro de piedra del Ayuntamiento y del hotel en el que nos alojábamos. Preguntamos a una señora cómo llegar hasta la Playa de la Malvarrosa. Aconsejó tomar el autobús y eso hicimos. Pero claro, no es lo mismo: “Autobús a la Malvarrosa” no suena bien, quizá porque detesto los autobuses y, en cambio, los tranvías llevan asociado un halo romántico. Parece más noble lo que va sobre vías que lo que se mueve rodando por el asfalto. El trayecto duró alrededor de media hora. Había muchos ancianos preparados para ir a la playa. Suelen acarrear quitasoles y sillas plegables. Usan gorras con visera y camisas de manga corta, pero no parece que vayan a bañarse.
Sorprende la Malvarrosa. Es una playa distinta. Kilométrica, muy amplia, con aguas cálidas y arena finísima. En el Paseo Marítimo no faltan los restaurantes que permiten comer de cara al mar. Y, por supuesto, un par de locales de comida rápida. En torno al Ayuntamiento de Valencia, por cierto, proliferan las horribles franquicias de fast food. Una invasión. Y, para comer algo típico o al menos ibérico, hay que irse a callejear. Pero volvamos a la playa. Una vez cruzada la carretera, no existe esa masificación de tiendas de souvenirs, edificios comiéndose los costados unos a otros, chiringuitos de comida, hoteles con piscina y apartamentos que suelen verse en, por ejemplo, Benidorm. Al menos no los había en las dos playas por las que nos movimos: el Cabanyal y la Malvarrosa. Se agradece. La primera línea de playa está ocupada, en su mayoría, por solares y casas desvencijadas, de fachadas con grietas, ventanas rotas y miseria, sobre todo hacia el barrio de Cabanyal, zona marinera de pobres y de trabajadores. Uno de mis amigos dijo que parecía Cuba, al menos la estampa miserable que suelen mostrarnos de Cuba.
Caminando por el paseo descubro algunos personajes. Un hombre viejo con aspecto de mendigo o de alcohólico, o ambos, está sentado en un banco. Me fijo en sus uñas: han crecido más que las de Drácula. Son ya, además de largas y curvadas, muy gruesas. Un grosor de garra de águila, algo irreal, anómalo, sobrenatural. Como si hubiera sufrido un trasplante de uñas de ave. Sería un arma ideal para un superhéroe. Comiendo en un restaurante de la playa me fijo en un hombre que almuerza junto a su familia. Sentado a la mesa, no lleva camiseta. Deberían prohibir entrar en los restaurantes con el torso desnudo. Vemos su pelambrera y su sudor. Por si fuera poco, el tío debe pesar en torno a ciento cincuenta kilos, con lo cual las carnes se le derraman alrededor de la silla. Esto es realismo sucio. La playa y el agua son una maravilla. Me doy baños continuos. De regreso tomamos el tranvía, que es como termina la novela de Vicent: “Cogimos el último tranvía de la Malvarrosa que iba a Valencia. En la jardinera volvía la gente llena de sol, muy cansada”. Y gente ahíta de sol es la que entra en el vagón. No son los clásicos turistas y guiris, rubios y bronceados. Es gente de las barriadas: inmigrantes, gitanos, familias numerosas, pandas de macarrillas. El paraíso que buscaba está, pero sólo en el agua y en la arena.