No todo está perdido. A veces aparece gente dispuesta a echar una mano. Cerca de Atocha vimos a una mujer flaquísima tendida en la acera. Había unas pocas personas rodeándola, llamando por sus móviles. Nos detuvimos cerca, con temor a ver una cabeza rota, una herida en el costado, ríos de sangre. Agitaba las piernas como si le hubiera dado un telele. Supuse que era un ataque epiléptico. Llegó una ambulancia del Samur. Esto es más insólito de lo que parece. Algunas personas se caen en la calle y nadie las auxilia. O están tiradas por ahí y nadie se atreve a averiguar si están muertas o dormidas. O dudamos entre pararnos y seguir caminando, porque nadie quiere meterse en zanjas ajenas y todos tenemos problemas.
A la mañana siguiente viajábamos en tren. Estoy acostumbrado a ver en los transportes públicos a viajeros obstinados en no hacer favores a los demás, en no cambiar su sitio para que dos personas con algún vínculo entre ellas se sienten juntas, en protestar por cualquier alteración. Lo que ocurrió no tiene importancia a simple vista, pero demuestra solidaridad. No es fácil de explicar sin un plano o un croquis. Yo iba con otra persona y nos dieron dos plazas separadas por el pasillo. En esa zona las butacas estaban enfrentadas, de tal manera que, al sentarse, uno veía la cara y el cuerpo de quien estaba delante, en vez de su cogote. Cuando el tren se puso en marcha, apareció una chica. Viajaba con una perra (silenciosa y educada, toda una dama), metida en una jaula y por la que tuvo que pagar medio billete. No se atrevió a dejarla en el pasillo y depositó la jaula junto a la puerta de salida, para no incomodar a nadie. Desde su asiento le era imposible vigilar a la mascota. Dado que había una butaca vacía desde la que se veía la puerta, nos preguntó si podría sentarse allí para controlar a la perra. “Está libre”, dijo una mujer. El asiento que dejó vacío estaba al lado de mi pareja y le pregunté si podía ocuparlo yo. “No hay problema”. El tipo que estuvo sentado a mi izquierda le propuso cambiar los sitios: “Así pones al perro en la butaca libre y viajas junto a él”. La chica no daba crédito: “Si no os importa…”. Los pasajeros de alrededor la animamos a ello. “Claro, mujer, pobre perrillo, no lo dejes solo”. Así que al final ella se sentó donde había estado yo, que me mudé a su butaca, y el hombre de mi izquierda acabó frente a mí, y su lugar fue ocupado por la jaula. La perra fue la atracción del vagón. Me sorprendió que no saltara algún cretino molesto por las continuas mudanzas. Ya saben, la clase de fulano que dice: “Yo no me muevo de aquí por nadie”.
Horas después íbamos en un bus urbano. En la zona de ancianos y embarazadas, una mujer muy delgada y muy vieja se levantó. Parecía desorientada. De pie iban cuatro guiris adolescentes. La anciana habló con ellos. Uno la sujetó de la mano. Luego miró a los pasajeros: “¡Por favor, que alguien llame a la ambulancia, no somos españoles!”. Lo dijo mirándome a mí, y yo no sabía muy bien qué hacer porque acababa de llegar a la ciudad y no puedes llamar a Urgencias y decir: “Manden una ambulancia. Estamos en un autobús, circulando por calles en las que nunca había estado y cuyos nombres no conozco”. Una mujer dijo: “Eso es cosa del conductor”. Fue a avisarlo. Llamó, detuvo el vehículo, llegó la policía y nos hicieron cambiar de bus. Antes de eso, los viajeros se acercaron a la anciana con agua fría y abanicos. Pero quienes primero echaron una mano fueron los chavales. La primera anécdota ocurrió en Madrid. La segunda, en un tren. La tercera, en Valencia. No sé, me hicieron pensar que no todo está perdido. Que a veces queda algo de humanidad en la gente.