Cuando enciendo la televisión sólo se ve un velo negro durante un par de minutos. Despacio, sin ninguna prisa, la imagen va apareciendo desde la parte superior de la pantalla, permitiendo ver algunos jirones de lo que hay debajo. Un rato después la imagen es completa. La gente me dice que es algo relacionado con el tubo de iluminación o algo así. No entiendo de televisores. Suele ser más costoso repararlos que elegir un nuevo modelo. Vamos a comprar otra tele, aprovechando un día especial de ofertas y descuentos. El encargado dice que en ese momento no nos la podemos llevar porque cierran en breve y hay que embalarla. ¿Y mañana? No, mañana es imposible. Hay muchos pedidos por lo de la oferta. ¿Pueden llevarla a casa? Sí, y sin costes. Aunque habrá que esperar unos días: pasado mañana es fin de semana. El lunes, entonces. Pero el lunes nadie entrega la tele. Voy a la tienda, hago cola, hablo con los encargados. Quizá mañana la sirvan, dicen; ha habido un problema de logística. Al día siguiente llaman por teléfono. Un encargado avisa: no la pueden enviar aún. ¿Cuándo, entonces? Quizá a finales de semana. Horas después nos presentamos en la tienda. Un empleado dice que ni siquiera podemos llevárnosla a casa por nuestra cuenta. ¿Dónde está la tele? “Está dentro de un camión y el camión está dentro de una nave, y hay huelga de transportistas”. No saben cuándo podrán servirla, pero no queremos que nos devuelvan el dinero por lo de la oferta. Salimos con las manos vacías.
Al día siguiente tampoco hay rastro de la tele. Revisamos la nevera y apenas queda comida. Vamos al supermercado. En el supermercado noto un clima especial, un ambiente distinto, como si hubiera mucha tensión en el aire y fuese la víspera de un largo puente, o del principio de las navidades. Pero no, sólo es miércoles y no habrá días de fiesta. Los compradores parecen atareados, con prisa, con nervios. Al recorrer los pasillos y observar los anaqueles y ver que: numerosos productos se han agotado, quedan pocas hortalizas y la fruta está más madura de lo habitual, empezando a reblandecerse, me acuerdo de la huelga de transportistas. Compramos lo de siempre, ni más ni menos. Si el personal sufre psicosis por culpa de la televisión y por el miedo que suelen meter con estas cosas, allá ellos. No estamos en alerta ni dentro de una trama apocalíptica. Supongo que hay gente que, igual que en las películas americanas cuando los ciudadanos notan una amenaza del cielo o del gobierno o del extranjero, se dedica a llenar carros y carros con víveres. No echo en falta nada de lo que necesito, aunque la fruta está muy madura para mi gusto.
Merodeando por las librerías o buscando las novedades literarias por la red, verifico que los títulos que iban a salir tal o cual día aún no están, y que han pospuesto varias fechas de salida de discos, de libros y de dvd. ¿Por qué? Ah, claro. La huelga. Bueno, ya pasará. Pasarán los piquetes, las protestas, las polémicas, las acusaciones de la oposición, los errores del gobierno. Todo eso pasará. Junto con la histeria colectiva, que por ahora es leve, y las tensiones. Sin embargo, algo queda en la cabeza y nos incomoda en sueños. La noche previa a la escritura de estas líneas sueño que estoy en Zamora, en una especie de supermercado de bebidas sin alcohol: zumos, agua, batidos, refrescos carbonatados. El hombre que regenta el local es un librero zamorano, uno de mis antiguos libreros de cabecera. Los estantes están medio vacíos. No quedan las bebidas que busco y debo conformarme con restos. El librero se encoge de hombros: es la huelga, dice. Y no necesito a Freud para que me lo explique.