jueves, junio 12, 2008

El show de la feria en domingo

Feria del Libro de Madrid. Gente que va sólo de paseo. Familias enteras que pasan de largo y sólo acuden allí para ver a los famosos metidos dentro de las casetas como si fuesen monos de circo, y para ver a los no famosos metidos dentro de las casetas como si fuesen fenómenos de barraca. Tipos que preguntan precios y salen corriendo en cuanto oyen estas cifras: “Veinte euros”, “Treinta euros”, incluso “Diez euros”. Personal que intenta atraer tu atención y te para en mitad del paseo para venderte suscripciones a revistas, suscripciones a organizaciones medioambientales, suscripciones a lo que sea, qué más da, lo importante es sacarte la pasta, aunque lo llamen “la voluntad”. Poetas que venden sus versos yendo de una persona a otra. También piden la voluntad. Mucha publicidad. Hombres-anuncio. Editores célebres merodeando por allí. Editores independientes currando de libreros. Libreros atosigados de repartir catálogos, marcapáginas y revistas gratuitas, que es lo que pide la gente por eso mismo, porque es gratis y hay que llevarse todo lo que regalen, sea lo que sea. Escritores confundidos con libreros. Tipos que patinan. Niños correteando. Individuos paseando al perro. La televisión, la radio, la prensa, los fotógrafos, los entrevistadores, los curiosos, los que van por allí sólo si hace buen tiempo.
Carpas donde sirven bebidas a un precio escandaloso, y donde te dicen, después de pedir una clara con limón: “Vaya con la clara a ese extremo de la barra y le regalarán un sombrero”. Y tú no vas, pero el personal va a por el sombrero, que es una mierda: un sombrero de paja bastante cutre y con publicidad en uno de los lados, que por eso lo regalan, para que la gente haga el papel de anuncio andante. Y la mitad de los clientes de la carpa se han puesto el sombrero, y algunos incluso se han puesto dos sombreros: uno encima del otro. Y tú piensas que en el fondo les da igual, que si les regalaran una maceta o una bolsa de basura o un trozo de madera también se lo pondrían en la cabeza o bajo el brazo y dirían: “¿Puede darme otro para mi mujer, que no ha podido venir?”. Vagabundos que te piden fuego o una limosna. Unos cuantos chiflados. Colas larguísimas de lectores que quieren que les firme el libro ese tío que sale en la tele o aquel otro, un pitufo que crea polémica en su papel de locutor radiofónico. Si sales mucho en la tele tienes asegurada la cola kilométrica. Y escritores que no saben muy bien qué hacen allí, dentro de la caseta, y que se preguntan eso mismo: “¿Pero qué hago yo aquí, expuesto al público?”. Gente, mucha gente, mucho agobio, mucho preguntón, mucho coleccionista de autógrafos y muchas personas que jamás han comprado un libro, ni lo comprarán, y que se conforman con ver famosos y hacerles una fotografía para enseñar en casa o en el trabajo.
Pero también lectores. Lectores que saben lo que quieren y a lo que van. Que saben a qué casetas dirigirse para comprar lo que buscan. Gente enterada e inteligente, a la caza de ese o aquel título difícil de encontrar. Gente que llega, mira, hojea con cuidado, lee unas líneas y compra. Que pasa de las celebridades televisivas que publican libros quizá escritos por otros. Niños que abren mucho los ojos cuando ven un cuento ilustrado o la guía sobre Indiana Jones y ruegan a sus madres que se la compren, pero sus madres les niegan el capricho. Lectores de verdad. Son pocos y hay que cuidarlos. Y libreros que, cuando llegas, pides tal o cual libro, pagas y te vas, te atienden encantados, con una sonrisa, como diciendo: “Por fin alguien que sabe a lo que viene, que tiene las cosas claras”. La feria como gran espectáculo dominical.