En cuanto supe que los responsables de “Jesucristo Superstar, el musical”, que se representa estos días en un teatro de la Gran Vía, adaptarían el vestuario de los personajes a tiempos más modernos que los que aparecían en la película de Norman Jewison, con la incorporación del chándal, el cuero negro y las zapatillas de deporte, lo confieso, me negué en redondo a ir a verlo. Soy un fanático de este musical y aún más del filme que protagonizaron Ted Neely y Carl Anderson. Tenía miedo de los cambios. Miedo a encontrarme con un Jesús de Nazaret demasiado moderno, y ya lo era bastante en la obra. Unas cuantas personas intentaron convencerme: habían oído buenas críticas y su intuición les decía que el musical iba a estar a la altura. Me apeteció ir cuando uno de mis amigos zamoranos, músico para más señas, dijo que había visto la obra y era una maravilla. Su perspectiva me animó, me dio impulso. Porque “Jesucristo Superstar” es mi musical favorito, la mejor ópera rock de todos los tiempos.
Corrían los años setenta en Zamora. Yo era un crío y dormía en un cuarto anexo al salón de la casa de mis abuelos. A la hora de ir al sobre, mi tía pinchaba en un viejo equipo con tocadiscos alguno de estos lp’s: los álbumes rojo y azul de The Beatles, “La guerra de las galaxias” orquestada por John Williams y, por supuesto, la banda sonora de “Jesus Christ Superstar”. A veces abría el volumen doble de este último y me pasaba minutos observando las fotos, hechizado por la mezcla de épocas. Vi la película numerosas veces a una edad en la que ni siquiera comprendía sus anacronismos y sus intenciones revolucionarias. El filme de Norman Jewison, que tengo por ahí grabado en una vieja copia de vhs, ni siquiera está editado en España en dvd, algo que escapa a mi entendimiento porque el musical tiene muchísimos seguidores.
“Jesucristo Superstar, el musical”, en su adaptación a estos tiempos, no ha perdido un ápice de su magnetismo, de su fuerza, de su encanto. Los soldados siguen llevando metralletas, pero su vestuario es contemporáneo. Los sacerdotes no visten túnica, sino traje, corbata y sombrero. Es lo mismo, pero adecuado a nuestra época. Herodes ya no es un tipo que monta un vodevil carnavalesco en la playa, rodeado de sombrillas, sino un ilusionista con aires de presentador de music-hall, y es capaz de hacer trucos de magia mientras canta, lo cual me dejó asombrado; no suelo asistir a espectáculos de magia y, cuando veo la ilusión ante mis ojos, soy incapaz de intuir los secretos del truco. Este musical de Andrew Lloyd Weber y Tim Rice, dirigido por Stephen Rayne, es potente en la versión actual que se representa en el Teatro Lope de Vega. Como me sucede cada vez que la música o el cine me envían de vuelta a la infancia, se me puso la piel de gallina con las canciones, o al menos con mis preferidas. Aunque la banda sonora y la película de Jewison son insuperables, la adaptación española es sobresaliente. Parece que parte del reparto ha cambiado o se alterna desde su estreno, así que por eso y por razones de espacio sólo citaré la actuación del argentino Gerónimo Raunch, quien interpreta a Jesús a la perfección y cuyo tono de voz me recordó un poco a Ted Neely. Lástima que la banda sonora que venden en el teatro no recoja su intervención. Raunch alcanza niveles impresionantes, sobre todo en la oración del huerto de los olivos. O en el última acto, atado a una cruz que se eleva poco a poco por medio de cables, mientras las luces del escenario se concentran en su cuerpo torturado y crece la penumbra a su alrededor. Una estampa sobrecogedora y digna del género de terror. Muy bien, ya digo.