miércoles, abril 09, 2008

Terrazas

Hemos pasado de ir abrigados hasta las cejas a tener que salir a la calle en manga corta y, aún así, asarnos gracias o por culpa de un sol abrasador. Un par de semanas atrás, en Zamora, me dolían los dedos del frío cuando estaba más de diez minutos en la calle. Y el fin de semana pasado, al menos en Madrid, a uno le sobraban las camisetas y las zapatillas. Aprovechando el buen tiempo, las terrazas de Lavapiés se llenaron durante el fin de semana. Cuando hablo de estas terrazas me refiero, principalmente, a las de la Calle Argumosa, por detrás de la salida del metro. Pero también a las terrazas de la Calle Lavapiés, las que ponen los dueños de los restaurantes hindúes para que uno coma o cene al aire libre, bajo los árboles cuyas pequeñas flores se caen de vez en cuando, si la brisa agita las ramas, y quedan dispersas dentro de las copas, dentro de los platos, en el pelo y en la ropa. Cuesta encontrar un hueco libre. Cuesta encontrar una mesa con cuatro asientos y una sombrilla. Daba igual la hora, siempre estaban ocupadas las mesas: por la mañana, a mediodía, por la tarde, por la noche. Y es que, con el buen tiempo, a uno le revienta quedarse encerrado en casa y tiene que salir, sentarse a la sombra y beberse una cerveza helada o un café con hielo o una granizada de limón.
Por esas circunstancias relacionadas con el clima y con la visita al barrio de varias amistades, he pasado varias horas del viernes, del sábado y del domingo en estas terrazas. Disfrutando del sol y a ratos de la sombra. Disfrutando de la visión de la gente que pasa, que va y viene, que se sienta y se levanta, que se toma algo y paga. Sentarse en una de las sillas de Argumosa y observar a la gente es como un documental sobre la vida en la calle. Abundan los perros. Perros con dueño, que los llevan con la correa. Perros sin dueño, que vagabundean por entre las mesas a la búsqueda de un trozo de pan o de los restos de una tapa que se le haya caído a algún cliente. Perros con dueño que no necesitan correa para que los animales les obedezcan. Perros que te observan con ojos comprensivos que requieren una caricia y piden en silencio algo de comer. Te sientas en una terraza y ocurre que, cuanto más cutre es el bar y más feo el camarero o la camarera, mejor te trata, más te sonríe, más chascarrillos suelta. Se les ve felices porque el negocio de las terrazas vuelve a prosperar con el calor. Pasan dos chavales, dos golfillos que no llegarán ni al metro de estatura, controlando las mesas, a ver si alguien en un descuido se deja la cartera o el móvil o mira hacia otro lado. Uno de ellos lleva un pitillo encendido entre los dedos; el pitillo, en la mano de un crío, queda igual que un bebé con un habano en los labios, como el Baby Herman de “¿Quién engañó a Roger Rabbit?”. Es una cosa grotesca. Pero cualquiera le dice nada o le reprende: lo más seguro es que el chaval se ofenda y saque la cheira del bolsillo. A veces hay canijos por ahí que les piden un cigarro a quienes fuman; rectifico: no lo piden, lo exigen.
En el entorno de estas terrazas se ve de todo. Perros con dueño y sin dueño, eso ya lo hemos dicho. Raperos. Hippies. Actores. Poetas. Matrimonios. Familias con niño. Pandillas de jóvenes. Ancianos. Vendedores ambulantes. Abuelas con bastón. Tipejos. Locos. Guiris. Turistas. Sablistas. Vagabundos. Buscavidas. Parejas de hombre/mujer. Parejas de hombre/hombre. Parejas de mujer/mujer. Veo a dos chicas darse el lote y me parece muy bien porque eso en mi tierra, en Zamora, supondría el escarnio público, el escándalo y la quema en las hogueras. Aquí cada cual va a lo suyo y hace lo que quiere y nadie se asusta ni se ofende, y por eso me encanta Madrid.