Navego por los periódicos y veo una imagen de George W. Bush echando la lágrima. Busco el cuerpo de la noticia. Llora en el homenaje a un soldado que murió en Irak y cuya familia recibe ahora la Medalla de Honor, por haberse tirado sobre una granada para evitar la muerte de otros compañeros. Que me perdonen, pero morir para que otros vivan no me parece un acto de valentía, sino de estupidez. Pero el soldado merece el homenaje, sin duda. Miro la foto de Bush con la humedad empapándole las mejillas y trato de creerme que son lágrimas. Si no lo dijeran en el titular y en el texto no pensaría en llantos: creería que había una gotera en el techo y que al presidente le habían caído unas gotas de agua de lluvia o de cañería rota en los pómulos.
No me creo las lágrimas de Bush. Son lágrimas de cocodrilo. Lágrimas artificiales, de mentira, impostadas, puro teatro. Seguramente será un consejo de sus asesores: “Nos va mal en Irak, señor presidente, peor que nunca. Eche unas lágrimas en el acto, que parezca que usted es el que más sufre”. Pero su llanto no vale nada. No compensa a nadie. Es moneda falsa. Un hombre capaz de ordenar tantos bombardeos no puede estremecerse, no puede conmoverse, no puede albergar un corazón. Cada vez que veo a Bush, además, me río aunque no tenga gracia. Me río porque siempre recuerdo los montajes de sonido que le hacían en la sección de “Versión Original” de la Noche Hache: Bush salía hablando, dando una rueda de prensa, y le ponían subtítulos en los que contaba chistes o conversaba con taxistas. Los asesores saben que las lágrimas vienen bien, y engañan a los ingenuos, a las señoras que verán en sus televisores a un presidente llorando, y que pensarán: “Pobrecito, él también sufre. América es grande”. Me recuerda a una película hoy casi olvidada pero que, en su momento, fue muy célebre y ganó algunos premios: “Al filo de la noticia”. En ese largometraje hay un locutor de televisión al que interpreta William Hurt y al que vemos llorando durante una entrevista, estremecido por un testimonio ajeno. El personaje de Holly Hunter también se emociona viéndole a él emocionarse. Pero luego descubre que es un montaje. Que, entre dos tomas, el locutor forzó las lágrimas para ganar audiencia porque el llanto queda bien en pantalla y mueve a todo el mundo a picar el anzuelo.
Leo algunas noticias más al respecto y me cuentan que Bush, el presidente, en enero de este mismo año estuvo visitando un museo en memoria de las víctimas del Holocausto, y que también allí derramó algunas lágrimas. Las lágrimas siempre venden, lo mismo da que las eche un presidente que una maruja desconsolada en un programa de entresijos rosas y sensacionalistas. Alguien dijo de esa visita de Bush al museo: “En dos ocasiones vi lágrimas en sus ojos”. Es probable que incluso hayan tenido que explicarle qué pasó en Auschwitz antes de entrar al museo. Sólo así se explica que él preguntara por qué su país no bombardeó los campos de concentración de aquel terrible lugar. “Debimos haberlo bombardeado”, añade el presidente. Este hombre lo resuelve todo a cañonazos y por eso, entre otras muchas razones, no nos creemos su llanto de plástico. Bush es el hombre que talaría los bosques para evitar que se incendiaran. Bush es el tío que hubiera arrasado Auschwitz, tirando tantas bombas que no hubiese quedado ni un superviviente judío para contarlo. Sólo él puede tener esa idea: bombardear los campos de concentración para que los nazis no masacren a los judíos, pero cargándose así a todos, a nazis, a judíos, a los doctores e incluso al apuntador.