Bartleby vuelve a deleitarnos con la publicación (en edición bilingüe, y en estupenda traducción de Jaime Priede, que conserva la música y el ritmo de los versos) de otra obra del extraordinario poeta norteamericano C. K. Williams, como ya lo hiciera anteriormente con Reparación. El canto obtuvo el National Book Award en 2003. Aquí volvemos a encontrar el poema como flujo de la conciencia, en sólidos versos largos que se desparraman por la página y que nos hablan de memoria, de infancia, de muerte y de situaciones cotidianas.
Se divide en cuatro partes. En la primera, Williams se adentra en un territorio cotidiano y familiar: observaciones de lo que sucede fuera de casa, encuentros en el exterior o apuntes sobre el escritor Harold Brodkey y sobre Rembrandt le sirven de excusa para la reflexión. En la segunda, es la propia infancia el territorio que delimita los poemas: el miedo, el deseo de lo prohibido, el primer amor, los juegos, la tristeza, la masturbación. La tercera parte constituye una elegía al amigo muerto, en este caso el pintor Bruce McGrew: Williams es incapaz de despedirlo porque aún lo necesita a su lado para hacer determinadas cosas, hay lamento y dolor y recuerdos por aquel hombre desaparecido. La cuarta representa el impacto del 11-S en el poeta, las heridas y la inquietud, el alma cruel del hombre y su obstinación por la guerra, el análisis de cómo el mundo ha cambiado. Pero vamos con un poema de los más breves:
ESCALA: II
Una vez, al oírte a mis espaldas, me volví,
estabas desnuda, no lo habría podido saber,
y algo fue mal con mi sentido de la proporción,
porque tu cuerpo, el volumen de tus hombros y caderas,
la extensión del pecho ante los senos
y su largo, suave deslizamiento entre ellos
parecía, todo ello, en aquel instante, más amplio–
generosa, intimidante, un diluvio de presencia.
Deseaba tocarte, pero desvié la mirada;
no era deseo lo que sentía, o no sólo deseo,
no quería que se reanudase la vulgar existencia,
como si contigo allí pudiera existir algo así.
Una vez, al oírte a mis espaldas, me volví,
estabas desnuda, no lo habría podido saber,
y algo fue mal con mi sentido de la proporción,
porque tu cuerpo, el volumen de tus hombros y caderas,
la extensión del pecho ante los senos
y su largo, suave deslizamiento entre ellos
parecía, todo ello, en aquel instante, más amplio–
generosa, intimidante, un diluvio de presencia.
Deseaba tocarte, pero desvié la mirada;
no era deseo lo que sentía, o no sólo deseo,
no quería que se reanudase la vulgar existencia,
como si contigo allí pudiera existir algo así.